Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 22/02/2019. Euskalduna Jauregia. 67 Temporada de ABAO-OLBE. Semiramide de Gioachino Rossini. Libreto de Gaetano Rossi basado en la tragedia Sémiramis de Voltaire sobre el legendario personaje Semíramis de Babilonia. Estreno: Teatro La Fenice de Venecia, 1823.
Semiramide – Silvia Dalla Benetta; Arsace – Daniela Barcellona; Assur – Simón Orfila; Idreno – José Luis Sola; Oroe – Richard Wiegold; Azema – Itziar de Unda; Mitrane – Josep Fadó; Fantasma de Nino – David Sánchez; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección de coro – Boris Dujin; Dirección musical – Alessandro Vitiello; Dirección de escena – Luca Ronconi; Dirección de escena de la reposición – Marina Bianchi; Escenografía – Tiziano Santi; Asistentes de escenografía – Cinzia Macis y Marcella Lustrati; Vestuario – Emanuel Ungaro; Costumista de la reposición – Maddalena Marciano; Iluminación – A.J. Weissbard; Iluminadora de la reposición – Pamela Cantatore; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Dirección de banda interna – Itziar Barredo; Producción – Teatro di San Carlo de Nápoles.
Semiramide, en palabras de su director musical Alessandro Vitiello, «representa el culmen del clasicismo operístico». Es más, hablamos de una ópera que ha rebasado ya la cima de este estilo y se encamina más allá, a solo un paso de traspasar el umbral del romanticismo. Y, como tantas otras obras de transición, tiene un cierto matiz de belleza adolescente capaz de mezclar juego y seducción, inocencia y sabiduría, rebeldía y sobriedad, que se manifiesta claramente en una especie de desacuerdo, de incoherencia juvenil, entre la tragedia que se desarrolla sobre el escenario y el acompañamiento alegre, casi frívolo que en muchos momentos suena desde el foso.
Pero este aire de transformación no debe llevar a engaño: no es una obra de juventud. Y tampoco se debe uno enredar en los cientos de coloraturas, cadencias, arpegios, escalas y demás florituras que rizan las melodías. Es una ópera muy bien construida tanto musical como teatralmente que despliega a lo largo de sus más de tres horas una evidente calidad dramática que sólo un compositor de la madurez de Rossini podía haber creado, cerrando –con una pirueta– un ciclo tanto personal como estético.
Difícil tarea, por tanto, recrear una obra de esta envergadura musical e interpretativa, para la que es necesario disponer de unos sólidos pilares que mantengan con dominio el arduo canto ornamentado y la sostenida tensión dramática que, en este caso, ABAO-OLBE ha hecho recaer –con gran acierto– en dos grandes cantantes italianas.
Por una parte, la mezzosoprano Daniela Barcellona en el papel travestido de Arsace ha demostrado una vez más que domina este tipo de complicados pants roles, consiguiendo no solo un absoluto dominio de la voz en todo su registro, carnosa, corpórea, andrógina en su punto justo, ligera en la coloratura y poderosa en la emisión, sino también un completo control de la escena y la transmisión.
Por la otra parte, la soprano Silvia Dalla Benetta como Semiramide ha exhibido iguales cualidades vocales e interpretativas: con una voz deliciosamente versátil de impecable técnica, agudo cómodo y potente cuando es necesario, pero igualmente sutil si la partitura o el texto lo exigen, cargada de tintes que van desde una juguetona sensualidad a una poderosa crueldad, sabe imprimir un matiz y una intención distinta a cada nota elaborando un personaje de gran profundidad y carisma.
El bajo Simón Orfila se constituye como tercer pilar de esta ópera en su papel de Assur. De voz enérgica y precioso color, aterciopelado y delicadamente oscuro, su canto, sin embargo, es algo más irregular que el de sus compañeras, capaz de fraseos exquisitos pero también de momentos de excesivo vibrato que afea y emborrona sus coloraturas. Digna de elogios, en cualquier caso, su virtuosa escena de locura, que levantó la ovación del público tanto por lo poco habitual de este tipo de arias en la voz de un bajo como por la cautivadora ejecución del menorquín.
En lo que respecta al resto del reparto, meritorio el debut de José Luis Sola como Idreno. Como es habitual, destacaron su fraseo y elegante línea de canto y defendió bien las coloraturas, pero su voz es notablemente más pequeña que la de los demás miembros del elenco, lo que le supuso un esfuerzo de proyección en algunos pasajes. Correcto Richard Wiegold en el rol de Oroe, con un agradable aunque algo hueco registro central y ligeramente tenso en la zona aguda. También la bilbaína Itziar de Unda demostró corrección y dulzura en su papel de princesa Azema, desgraciadamente de poco peso en la obra, lo que no permitió apreciar en toda su capacidad la voz de la soprano. Bien Josep Fadó como Mitrane y muy acertado el trabajo de David Sánchez dotando de voz oscura y misteriosa al fantasma del rey Nino.
La labor de este fabuloso equipo vocal se vio reforzada por una escenografía limpia y una dirección escénica del fallecido Luca Ronconi –Marina Bianchi en esta reposición– estática, casi creando cuadros plásticos que perfectamente podrían haber adornado el altorrelieve de un friso o la pintura de cualquier cerámica, acentuando de este modo el aire de tragedia griega –no en vano el argumento recuerda en algunos momentos a los mitos de Edipo o Electra–. Es innegable que la falta de movimiento de los personajes puede hacer que en alguna de sus larguísimas arias la única diferencia con un recital sea el –fantástico, llamativo y polémico– vestuario de Emanuel Ungaro, pero todo en esta ambientación escénica busca enfatizar ese estilo clásico, primitivo, desde la tenue pero imprescindible iluminación hasta el discreto pero perceptible simbolismo escénico.
Dentro de ese simbolismo, sorprende la poco habitual ubicación del coro en el foso, que favoreció su empaste y sonoridad pero que al mismo tiempo hace más difícil pasar por alto pequeños desajustes, debidos probablemente a la no siempre clara batuta de Vitiello. Su gesto ampuloso pero poco definido, confuso en los cambios de tempo, resultó poco efectivo y falto del control absoluto que esta obra requiere.
Fenomenal también la BOS –pese a las dificultades derivadas de la laxa dirección– tal y como nos tiene acostumbrados últimamente, principalmente en sus trabajos en el foso, donde se nota su amplia experiencia y equilibrio.
Semiramide no es una ópera más; es un drama que por su complejidad, extensión y exigencia supera muy a menudo las capacidades de intérpretes y público pero que, en este caso, no sólo sale airosa de semejante desafío sino que culmina la gesta con un grácil doble mortal con tirabuzón.