DEIA: Antonacci, el canto puro
Asier Vallejo Ugarte
Sociedad Filarmónica de Bilbao. 27-XI-2013. Anna Caterina Antonacci, soprano. Donald Sulzen, piano. Obras de Monteverdi, Respighi, Cesti, Cilea, Catalani, Mascagni, Tosti, Fauré, Debussy y Hahn.
Anna Caterina Antonacci empezó su carrera cantando Haendel cuando el barroco no era aún el fenómeno de masas que es hoy día. Después se centró en Cherubini, Mozart y Rossini, compositores que se llevan mejor con los conjuntos que con las individualidades, y ahora que ha superado los cincuenta no necesita entrar en los mareantes circuitos del star system para demostrar a nadie su inmensa altura artística. Va dejando atrás a los belcantistas, apenas ha cantado Verdi y se centra en unos pocos papeles, Carmen a la cabeza.
Pero Antonacci puso las luces largas desde el principio y vio que en esta carrera de fondo no todo podía ser cantar ópera, pues tanto teatro acaba desgastando. Por eso ha ido buscando otros espacios. Hace cinco años vino al Arriaga con un espectáculo (Era la notte) centrado en la música del barroco temprano, de la que nunca ha abdicado. No hizo falta más que ella misma para llenar la escena. Y esta semana ha vuelto a Bilbao para cantar en la Filarmónica un repertorio compuesto por obras italianas y francesas que se escuchan muy poco, salvo excepciones, como ese lamento de la ninfa de Monteverdi que ella cantó con su voz honda, suntuosa y bien timbrada. Se comentaba en los corrillos que esa música hay que cantarla de forma más refinada, pero ¿es que no puede una ninfa tener cuerpo y alma?
Respighi habla en un lenguaje que se llevó el viento. Su fallo no fue hablar al pasado, sino rendirse ante la nostalgia. Sus cuatro obritas fueron un paseo para la soprano, igual que las melodías de Cilea, Catalani y Mascagni, los tres fuera de su campo natural. Tosti, sin apenas rival en la canción de cámara italiana, subió el nivel con sus Quattro canzoni d´Amaranta. Don Francesco Paolo gana en voces masculinas, pero la Antonacci trenzó en la cuatro un canto sobrado de matices, de arte y de temperamento. Tras la pausa, contuvo su marea expresiva al servicio de las Cinq mélodies de Venise de Fauré y las Chansons de Bilitis de Debussy, que son piezas de exquisito lirismo dentro del campo de minas que es el idioma francés para cualquier cantante. En la Venezia de Reynaldo Hahn dio luz a una musicalidad más aireada e hizo valer su capacidad para controlar a sus anchas el color de su voz desde la noche hasta el día.
Al piano, Donald Sulzen se lució desde el valor que merece la prudencia. En estas obras hay que dejarse ver, pero nunca demasiado. Hay que buscar el sonido justo, ni un poco menos ni un poco más. No cantar, sino envolver. Por pianistas así podemos disfrutar enteramente de voces que, como la de Antonacci, hacen del canto puro una excelsa forma de arte.