Mundo Clásico: “Sibelius queda pendiente”
Joseba Lopezortega
Bilbao, 28/11/2013. Euskalduna Jauregia. Carlos García, clarinete. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Enrique Diemecke, director. Zuriñe Fernández Gerenabarrena: Haizorratz. Johannes Brahms: Sonata op. 120, nº 1 en fa menor para clarinete y piano, orquestación de Luciano Berio. Jean Sibelius: Sinfonia nº 1 en mi menor, op. 39. Aforo: 2164. Ocupación: 60%.
Decididamente “Haizorratz” es una composición mucho mejor que la literatura que la ha acompañado en su estreno mundial con la Sinfónica de Bilbao. Lo que la compositora dice de su propia obra en el programa de mano es algo ampuloso y del todo prescindible, pero en fin: algo debe decir, por tradición, aunque se diría que no le gusta tener que decirlo y andar explicándose, cuando lo que ella escribe es música; pero lo que Diemecke hizo con la pieza es inadmisible. No se puede subir al podio, saludar al público, recordar que ese –encantador– acento que se escucha es mexicano y después tratar de condicionar hacia una acogida favorable al estreno: no sólo convertía el estreno en un didáctico, sino que parecía pedir disculpas por tener que interpretar la pieza, cuando en realidad “Haizorratz” es perfectamente madura y no necesita embajadores. Ofrece una presencia sostenida y potente de energías sonoras, timbres, texturas y registros contrapuestos con fuerza notable, demuestra oficio y usa la percusión con esa suerte de insaciable y juguetona curiosidad tan de nuestro tiempo, entendiéndose nuestro tiempo como un arco de varias décadas: “Haizorratz” es aquello que queda de los oleajes de Britten setenta años después de un intenso oleaje, pero no mostrado en su resultante, sino (¿todavía?) en su furioso proceso de aislamientos y fragmentación.
Ya no como orador, sino como maestro, tampoco acertó Diemecke en la sonata de Brahms que orquestara Berio por encargo de la Filarmónica de Los Ángeles. La acústica del Euskalduna condiciona instrumentos con una decidida vocación solista; qué decir de un clarinete rodeado de setenta profesores. En el Allegro, Carlos García fue tapado constantemente por la orquesta, con unos planos sonoros completamente descompensados, que le restaban no ya protagonismo, sino la posibilidad –apremiante- de ser escuchado. En el Andante, García estuvo algo mas arropado, y se sintió mas cómodo y vivo, y demostró que es un estupendo clarinetista, y decidió parecerlo para el resto de la obra y pese a la adversidad. Esta adversidad tenía dos frentes: uno Diemecke, se diría que ignorante de la presencia del solista; otro la propia obra. La sonata no es una creación de Brahms, sino una recreación brahmsiana, y su interés es muy relativo. Además no es obra para el lucimiento del solista, y habida cuenta que García es titular de la Sinfónica de Bilbao, entidad que sigue la amable tónica de presentar como concertista a alguno de sus profesores en cada temporada, parecería adecuado haberle ofrecido una obra con mayor potencial de lucimiento ante su público.
La deuda romántica de la primera sinfonía de Sibelius es magnífica e indiscutible; pero con la misma claridad se percibe que el gran legado sinfónico que el finés heredaba no era sino el material del que emergía un compositor con clara vocación autónoma y, quizá en menor medida, transformadora. Claro que en esta primera están Chaikovski, Beethoven, Bruckner y otros sinfonistas, lo están inevitablemente, pero también está Sibelius, y Diemecke le olvidó. De la sensación global de haber escuchado un Sibelius rutinario y superficial, poco comprometido e interiorizado, no puede culparse a la orquesta. El ofrecimiento de profesores y profesoras fue pleno y colaborador. Pero Diemecke ofreció una versión sesgada, arrebatadamente romántica, dirigiendo de forma tan apasionada y con tal esfuerzo mecánico que se sentían soplar los alisios sobre la mitad alta del auditorio cada vez que iba y venía. Podría decirse que había cierta disociación entre el material sonoro y tan cálida coreografía. Desde el primer movimiento el maestro mexicano fió el trabajo a unas cuerdas que respondían con calidad, pero arrastradas a un relato superficial y meramente brillante, que apostaba por el atractivo formal de la obra, y enterraba sus aristas mas brumosas e introvertidas, quizá aquellas mas características de Sibelius. El Scherzo, uno de esos movimientos que desnudan a una orquesta y proyectan sus luces y sus sombras contra un telón blanco, se hizo fragmentado, fragilizado, sin cohesionar, y mostró inseguridades en distintos instrumentos, y un problema en la última fila de la Sinfónica. En el Finale, con la orquesta de nuevo mas firme, Sibelius relucía, pero sin iluminar; era expuesto, pero permanecía inexplicado. Es cierto que esta primera sinfonía es muy poderosa y abierta, y se sobrepone incluso a la rutina: pero en Bilbao lo hace herida, algo maltrecha, reclamando su derecho a ser interpretada de otra manera, sobre todo porque esta es una plaza en la que Sibelius apenas se interpreta. Queda pendiente.