DEIA: Reflejos perdidos
Asier Vallejo Ugarte
Sociedad Filarmónica de Bilbao. 16-I-2014. Angelika Kirchschlager, mezzosoprano. Jean-Yves Thibaudet, piano. Obras de Brahms y Liszt.
No vamos a decir que Franz Liszt sea un compositor olvidado, pero buena parte del público desconoce todavía varios de sus rostros. Conocemos bien al Liszt brillante y virtuoso que revolucionó la técnica del piano, al Liszt hiperromántico de la vida novelesca y los escándalos amorosos. No conocemos tanto al Liszt que hizo temblar los cimientos de la armonía tradicional y que comenzó a tensar los límites de la tonalidad. Aún menos al Liszt de la última etapa, a ese Liszt melancólico y crepuscular cuya obra divide Alan Walker en tres categorías: música retrospectiva, música de desesperación y música de la muerte. Nada tiene que ver la espectacular Segunda rapsodia húngara para piano con las elegías funerarias La lugubre gondola I y II, una música negra que rema implacablemente hacia las sombras.
Pero hubo también un Liszt intimista que se dejaba llevar por la poesía. Es ese el Liszt que vemos en sus canciones. A lo largo de su vida compuso unas setenta, las más tempranas (entre ellas las tres sobre sonetos de Petrarca) durante o después de su viaje a Italia en 1838, y la mayoría en su época de Weimar, entre 1848 y 1861. Allí contaba con cantantes adecuados y organizaba sesiones de cámara en su residencia para compartir con un círculo de amigos sus nuevas composiciones. Suele decirse que esos lieder alemanes de Liszt forman la línea que une a Schumann con Wolf. Son obras bastante inhabituales en nuestras salas de conciertos, pero van poco a poco abriéndose paso y encontrando su camino.
La mezzo Angelika Kirchschlager y el pianista Jean-Yves Thibaudet dedicaron la primera parte de su concierto del jueves a Brahms. Ahí la película era conocida, pues el hamburgués fue uno de los grandes maestros de la canción alemana (cerca de doscientas compuso durante más de cuarenta años) y siempre ha sido favorito de los grandes liederistas. Kirchschlager puede tener una voz escasa en volumen, pero la sala de la Filarmónica no castiga a las voces pequeñas, así que su delicada musicalidad tuvo aire en todo momento. De estilo y de capacidad de expresión va sobrada. Brahms, con todo, tiende a encerrarse en su intimidad. Liszt se abre más, da mucha libertad al cantante y suele experimentar con el acompañamiento pianístico. Por eso los destellos de protagonismo de Thibaudet, pianista descomunal, se articularon mejor en Liszt que en Brahms, fundamentalmente en los lieder Die drei Zigeuner y O lieb, so lang du lieben kannst: fuego, color, éxtasis, intensidad y virtuosismo, todo ello en solo unos compases.
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