Pablo Suso
A lo largo de la actual temporada de conciertos nos hemos encontrado con dos casos que han provocado cierto debate. El primero giraba en torno a la publicación en 2011, por parte de la editorial Bärenreiter (grabada por la Leipzig Gewandhaus Orchester bajo la dirección de Riccardo Chailly para el sello Decca con el título “ Mendelssohn Discoveries”), de la Sinfonía nº 3 en la menor Op. 56, “Escocesa”, en su primera versión (esta edición, preparada por Christopher Hogwood, contiene también la versión habitual de la obra). A pesar de su estreno en Leipzig en 1842 y de su posterior interpretación con modificaciones en junio del mismo año en Londres, el autor no autorizó la publicación de la misma a la editorial Breitkopf hasta marzo del año siguiente, bajo su absoluta supervisión y tras introducir numerosas modificaciones. Esta versión de Londres se conserva gracias a la copia realizada por el entonces archivero de la Philharmonic Society, William Goodwin.
Ocurre algo similar con la Rapsodia vasca de Aita Donostia. Compuesta en 1906, cuando el autor contaba con 20 años de edad, aparentemente no era de su agrado y por ello no fue estrenada en vida del autor, sino en el año 2000, en la edición preparada por Eresbil, archivo vasco de la música, para el festival Musikaste de Rentería, cuando fue interpretada por la Orquesta Sinfónica de Bilbao bajo la dirección de Juanjo Mena. Posteriormente fue registrada para el sello discográfico Claves por la Orquesta de Euskadi, ya en 2003, e interpretada de nuevo en enero de este mismo año por la Orquesta Sinfónica de Bilbao con la dirección de Rubén Gimeno.
Ahora bien, si en el primer caso el autor sólo autorizó una versión y en el segundo jamás llegó a autorizar su publicación ¿tiene sentido rescatar estas obras? ¿debemos o no contrariar la expresa voluntad del autor? Si acudimos a la legislación internacional sobre propiedad intelectual, y ya en particular a la española que de ella emana, nos situamos ante dos de los llamados derechos morales del autor, el llamado derecho de arrepentimiento (derecho del autor a retirar una obra del comercio por cambio de sus convicciones intelectuales o morales, art. 14.6 LPI) y el derecho de inédito (derecho del autor a decidir si su obra ha de ser divulgada y en que forma, art. 14.1 LPI) . La cuestión es si a posteriori, dichos derechos, dichas intenciones más o menos explícitas, deben ser respetadas.
Estos derechos son atribuidos al autor por el mero hecho de la creación y nadie, excepto él, está capacitado para determinar si la obra debe o no ser conocida por el publico. Cuando fallece el autor, su voluntad ha de ser respetada siempre que conste de forma fehaciente e indubitada, pero puede suceder que, una vez fallecido, exista un interés social justificado en el conocimiento de la obra. Es decir, fallecido el autor y transcurridos los 70 años desde su muerte o declaración de fallecimiento -en los que opera la protección del derecho de autor-, el juez puede ordenar las medidas adecuadas para la divulgación de una obra a petición del Estado, las comunidades autónomas, las corporaciones locales, las instituciones públicas de carácter cultural o de cualquier otra entidad o persona que tenga un interés legítimo en la obra, derivado del derecho de acceso a la cultura formulado en el art. 40 de la Ley de la Propiedad Intelectual. En definitiva, el poder absoluto que tiene el autor sobre su obra se transforma con la muerte de éste, cobrando más valor la protección del derecho de acceso a la cultura. Transcurrido el plazo de tiempo señalado, la ley entiende que lo único que tiene valor es la protección de la obra y no la de la memoria del autor. Por lo tanto, los únicos derechos morales que permanecerán y que se deben respetar a perpetuidad son el derecho a exigir la paternidad de la obra y el derecho a la integridad de la misma, aunque sobre este último también se podría debatir con amplitud.
En definitiva, nos enfrentamos a una discusión que trasciende si se puede o no publicar o interpretar una obra en contra del originario deseo de su autor, sobre si se debe o no hacerlo. Cada uno tenemos nuestra opinión al respecto, pero de lo que estoy seguro es que todos pensamos que se debe respetar la voluntad del autor si la obra no tiene valor alguno y olvidarnos de lo que él opinaba o sentía si nos encontramos ante una joya. Eso si, el problema seguirá siendo determinar cuando una obra es una joya y cuando no lo es.