Mundo Clásico: “De cómo suena un cabello rodeado de una gran melena”
Joseba Lopezortega
Bilbao, 18/03/2014. Sociedad Filarmónica de Bilbao. Christian Tetzlaff, violín. Chamber Orchestra of Europe. Vladimir Jurowski, director. Franz Schubert: Seis Danzas Alemanas, D 820, orquestación de Anton Webern. Ludwig van Beethoven: Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 61. Anton Webern: Cinco movimientos para orquesta de cuerda, op. 5. Franz Schubert: Sinfonía nº 4 en do menor, D 417 “Trágica”. Aforo: 930 localidades. Ocupación: 90%
Ni la COE (que rendía su novena visita) ni Tetzlaff (tercera presencia) eran desconocidos en la sala de conciertos de la Filarmónica bilbaína, pero sí se trataba de la primera visita del maestro Vladimir Jurowski. En parte por su fama precedente y su sólida trayectoria y en parte por el esfuerzo de la propia Filarmónica en presentarle como uno de los mas importantes directores de su generación, Jurowski concitaba a priori buena parte del interés de la tarde. En primera instancia el por qué quedó claro desde el inicio, con las danzas Schubert/Webern, donde su mano izquierda se permitía descansar; un poco, y que me disculpen los puristas pues ahí acaban probablemente las analogías, a la manera de Carlos Kleiber, que dibujaba cuando era necesario y dejaba que los profesionales hicieran su trabajo con notable libertad, pero máxima exigencia. La Chamber Orchestra of Europe sirve para sonar por si sola, y cómo: maravillosa, homogénea, llena de recursos y complicidades, luminosa, fiable.
Después, tras un recibimiento mas bien frio y desconcertado, llegaron Tetzlaff y su Beethoven; y digo “su” porque lo hizo completamente suyo desde los primeros compases. Jurowski le ofreció un marco muy moderno y depurado, muy admirador y devoto del solista y éste, con un instrumento muy joven obra de un luthier germano en activo, lució a placer anidado en una acústica tan recogida, cálida y propicia como la que disfruta la Filarmónica. También lució el timbalero, John Chimes, verdadero instrumento solista en este concierto, ¡qué gran percusionista!
Fue en el Larguetto de este concierto donde la noche estalló y también donde encontró su culminación: Tetzlaff exploraba su parte en un volumen reducido al grosor de un cabello, como acariciando con los dedos los perfiles de un seto que dibuja las formas de un laberinto: polifórmico, abierto, plural, no definido sino propuesto y, al mismo tiempo, de una elegancia casi cortesana. Diamantino. Ya en el tercer movimiento regresó Jurowski, mutado en instrumento, con una fuerza pletórica y un alarde de musicalidad incluso excesivo.
Los Cinco movimientos para orquesta de Webern mostraron el mejor Jurowski de la velada, porque le redujeron al espacio del tránsito y la convergencia, de la pausa y el pórtico. Tirante y visceral, casi explosivo en el primero; claro, hondo, emergente en el segundo; demostrativo, profesoral en el tercero; insinuante en el cuarto, y claudicante en el quinto, cuando iba conduciendo hacia el final de una obra inconclusa. En la batuta de Jurowski, Webern era un ejercicio de precisión y equilibrios, una ecuación maravillosamente formulada e irresuelta, porque sencillamente no necesita un resultado. La COE y Jurowski permanecían en los límites del enunciado de un enigma vigente, magnético y sobrecogedor en el S. XXI. Es un maestro realmente maravilloso, del que la música brota.
Y esta capacidad prodigiosa es quizá la causa de su molesta desmesura, como quedó patente en la Trágica. Jurowski gasta mas kilojulios en cuatro compases de Schubert que Temirkanov o Mravinski en cuatro sinfonías completas. Aunque en todo momento la orquesta aparece libre y gozosa, el maestro es extenuante y exhaustivo en la construcción de una cárcel de oro en la que todo está precisamente delimitado y dibujado. Jurowski, para lo bueno y para lo malo, es un médium entre la música y los músicos, se hace sumamente visible en el podio, no economiza; es exuberante y en esta Trágica la pregunta era: ¿para qué la orquesta, si ya está Jurowski? Mirad cómo dirijo, parece reclamar; y es maravilloso verle, pues es un director maravilloso, pero llega a superponerse entre la música y su público, y en realidad su Schubert no es especialmente interesante, ni hondo, ni evolucionado, ni memorable. Demasiada dosis de maestro para una orquesta tan excelente. Su melena inmóvil, definitivamente parte de su construcción icónica como maestro poseedor de un merecido nombre propio; y en el aire, flotando como polvo de hadas, el violín de Tetzlaff, la gloria junto con el Webern de una intensa y muy productiva noche filarmónica.