Mundoclasico: “Un precioso y largo trago”
Este artículo fue publicado en www.mundoclasico.com el 05/03/2015
Joseba Lopezortega
Bilbao, 26/02/2015. Euskalduna Jauregia. Adolfo Gutiérrez, violonchelo. Orquesta Sinfónica de Bilbao. John Axelrod, director. Anton Webern: Passacaglia, Op. 1. Edward Elgar: Concierto para violonchelo y orquesta en mi menor, Op. 85. Johannes Brahms: Sinfonía nº4 en mi menor, Op. 98. Aforo: 2164. Ocupación: 70%
“Passacaglia” de Webern debe tanto a algunas de sus propias obras anteriores, ahí la magnífica e insolentemente madura “Im Sommerwind”, como a la fértil atmósfera global de transición musical y efervescencia intelectual y artística de la Centroeuropa del fin del siglo XIX. Imposible no pensar en Franz Schreker, o en los muchos nutrientes que confluyen en el joven Webern a través de Wagner y Mahler. “Passacaglia” es una obra compleja y extremadamente sugerente, con una belleza formal evidente pero ya amenazada de ruptura por el genio de un compositor que contribuirá pronto a desplazar la música fuera de sus ejes tradicionales. John Axelrod y la Sinfónica de Bilbao imprimieron a este falso Opus 1 ese larvado sesgo característico, ofreciendo una versión dinámica y de sonido muy depurado, muy exquisito. Trató Axelrod a Webern como un diamante, y lo mostró con sus expresivas manos de forma muy clara, delicada e inteligente. La orquesta, que siente con la precisión y fragilidad de un viejo termómetro de cristal y mercurio la temperatura del maestro que ocupa el podio, se sintió bien llevada, bien dirigida, y sonó muy bien. “Passacaglia” presagiaba, por tanto, una de esas tardes de la BOS en las que funciona como un instrumento experto, noble y cohesionado.
Sobre el Concierto para violonchelo de Elgar penden siempre algunas densas sombras. La primera es intrínseca: el primer movimiento es tan pleno y poderoso que tiende a nublar el resto de la obra. Hacerla globalmente atractiva, sostenida y homogénea, sin que su interés decaiga, es complicado y tanto Adolfo Gutiérrez como John Axelrod lo lograron sin duda. Sólo este hecho ya situaría la versión escuchada en Bilbao en un plano notable. Otra sombra que condiciona y mucho este Concierto es la gran versión de John Barbirolli con Jacqueline du Pré, considerada como referencial hasta un extremo casi fetichista y difícil de parangonar en el conjunto del repertorio. La cuestión es que se toma como canónica esa versión de Barbirolli y du Pré y se carga con mucha y muy romántica y lógica tristeza por la desgraciada y prematura desaparición de la gran chelista inglesa, merecedora ciertamente de memoria y reconocimiento. Creo, para decirlo resumidamente, que la pasión y visceralidad de Barbirolli y du Pré son extraordinarias, y su influencia palpable en otras muchas conocidas versiones, pero que hay formas distintas e igualmente válidas de transmitir esta obra. Axelrod y Gutiérrez hicieron su concierto sin complejos y en una línea totalmente diferente a la citada como referencial. El resultado fue una versión en la que Elgar no era el compositor que parece encerrado en una deuda permanente con el romanticismo, sino alguien mucho más leve, moderno y vanguardista, menos sombrío y más bello. Gutiérrez resultó un intérprete idóneo para exponer que en esta obra densa, que forma parte indisociable de su propia carrera, hay también luz, y mucha, y que puede y debe leerse y transmitirse al público aminorando el peso que le inyecta tanta y tan enraizada y dramática memoria. Limpio, preciso, muy delicado, de gran calidad de sonido y elegancia, Adolfo Gutiérrez convirtió el Elgar en un discurso en el que la pasión no ciega, sino que guía. Muy de agradecer a solista y maestro el placer de escuchar este concierto de Elgar de una forma leve, digamos comparativamente ingrávida: los buenos vinos respiran distinto en depende qué copas, y maestro y concertista ofrecieron una versión muy propia y personal, en catavinos y no en cáliz, más sensible que emotiva. Precioso y largo trago acristalado.
Axelrod posee ideas claras y una fuerte personalidad, que impuso sin vacilaciones a lo largo de toda la noche. El norteamericano contó con una formación colaboradora, atenta y globalmente equilibrada, y con un Freyr Sigurjonsson, flauta solista de la BOS, absolutamente deslumbrante en Brahms. Es completamente comprensible y merecido que Axelrod fuera directamente a felicitarle por su trabajo al término de la sinfonía, estuvo sencillamente maravilloso. En general, la Cuarta de Axelrod fue muy hermosa y, como en el caso del Concierto de Elgar, estuvo alejada de las lecturas enfáticas de una partitura que puede bascular tanto sobre su poderosísima estructura formal como sobre su capacidad para expresar una belleza llena de sugerencias conceptuales y vivencias de una escala abrumadoramente humana. Brahms es un gigante en ambas vías de abordaje, no hay duda, y Axelrod quiso y supo moverse libremente entre las dos, sin resbalar en ninguna. No parece un maestro excesivamente riguroso en el plano técnico, aunque conduce muy bien con sus manos desnudas, sino que se vuelca en la expresión y en dar a esa expresión un empaque luminoso y ajustado, sin caer en un lirismo vacuo -aunque asomándose sin vértigo-, sin exagerar los momentos de gran sugestión melódica. Brahms no necesita que su discurso se acentúe, pero sí exige que su escritura se lea coherentemente. El Brahms de Axelrod puede encajar o no con lo que uno espera o prefiere de una obra tan archivisitada como esta Opus 98, pero es el de Axelrod, es precisamente el que él desea y eso ya vale y dice mucho. Un director personal e inteligente, capaz de llevar a la orquesta a los terrenos que él quiere, es un director sobresaliente en la actual temporada y deseable en cualquier temporada. El público, que poblaba con dignidad el auditorio pese a una lluvia inmisericorde y disuasoria, ovacionó merecidamente a lo largo de toda la tarde el hermoso trabajo de hacer buena música en directo.