Deia: “Mirar atrás”
Asier Vallejo Ugarte
Sociedad Filarmónica de Bilbao. 25-III-2015. Kristian Bezuidenthout, fortepiano. Orquesta Barroca de Friburgo. Director: Pablo Heras Casado. Obras de Arriaga, Beethoven y Mendelssohn.
La Ouverture Pastourelle (1824) de Arriaga suele ser conocida como la Obertura de Los esclavos felices por tratarse de una revisión de la pieza escrita originalmente para la que fue su única ópera, compuesta hacia 1820 y de la que muy poco material ha llegado hasta nosotros. Obra de sensacional frescura, da muestra del dominio de la forma, de la acabada escritura musical y de la comunión absoluta del joven compositor con los órdenes clásicos. Pablo Heras Casado centró esta música en un punto de retorno a sus antecedentes mozartianos mediante la claridad máxima de texturas y la revelación de atractivos juegos de contrapuntos en manos de la espléndida Orquesta Barroca de Friburgo.
Del mismo modo, el Tercer concierto para piano (1800) de Beethoven encontró su referencia en el Mozart sorprendentemente oscuro de los Conciertos en re menor K 466 y en do menor K 491 mucho antes que en la admirable grandeza de sus propias obras sinfónicas posteriores. El empleo de un fortepiano transformó por completo la relación habitual entre el solista y la orquesta, patente desde la vehemente irrupción en escena del primero: la contundencia rítmica y los marcados contrastes aplicados por Heras Casado delegaron en Kristian Bezuidenthout la responsabilidad de la fantasía y el vuelo lírico, asumida con tal evidencia que la tonalidad de do menor (elevada por Beethoven a categoría expresiva en varias de sus obras fundamentales) tuvo llamaradas de inusitada dulzura.
La solitaria música de Mendelssohn, denostada durante décadas por determinadas voces de vanguardia, se puede comprender igualmente desde una visión que favorezca la búsqueda de sus raíces clásicas y barrocas. Por eso la presencia de instrumentos de época no parece tan chocante en ella como lo ha podido ser en la de varios de sus contemporáneos, tan cercanos cronológicamente como distanciados ideológica y estéticamente. En esta Sinfonía Italiana (1833) de los barrocos de Friburgo no hubo la exuberancia y la profusión de colores habituales en las mejores orquestas tradicionales, pero emergió de nuevo una asombrosa transparencia que, aparte de desnudar al completo la partitura, dotó de individualidad propia a prácticamente cada uno de los músicos del grupo. El esplendoroso ímpetu del compositor y su entusiasmo ante los paisajes italianos fueron traducidos por Heras Casado con un virtuosismo y un fuego que, en los movimientos extremos, se tornaron abrasadores.