Mundoclásico: “Seducción serena y madura”
Joseba Lopezortega
Bilbao, 20/05/2015. Sociedad Filarmónica. The Academy of Saint Martin in the Fields Chamber Ensemble. W.A. Mozart: Quinteto para trompa y cuerda en mi bemol mayor, KV 407. J. Brahms: Quinteto para clarinete y cuerda en si menor, op. 115. L.v. Beethoven: Septeto en mi bemol mayor, op. 20. Aforo: 930 localidades. Ocupación: 80 %
Tercera visita a la sala de la Sociedad Filarmónica del conjunto de cámara de la prestigiosa Academy of Saint Martin in the Fields. Buena entrada en una tarde de primavera bilbaína tradicional, con fugaces jirones azules en el cielo y frecuentes y violentos aguaceros. Abría programa el Quinteto para trompa y cuerda de Mozart, con sus dos violas, y la formación londinense hizo una interpretación hermosa, exhibiendo el exultante tratamiento de la trompa por parte del salzburgués, siempre en la ensoñación y la jovialidad de una posible partida de caza, y muy lejos de una verdadera intención camerística. Sólo en el Allegro final, quizá el más interesante de los tres movimientos, parecieron acoplarse intensamente la composición, la sala y el quinteto, pero la obra es decididamente prescindible o, dicho con todas las cautelas tratándose de Mozart, menor.
El Quinteto para clarinete opus 115 de Brahms es sencillamente otro mundo, aunque precisamente deba tanto a Mozart: una exaltación de la música de cámara, con su suntuosidad y su belleza legendarias. Los músicos de Saint Martin transportaron al público al deleite, de la mano de un trabajo soberbio del clarinetista Nicholas Carpenter. Atmósfera brahmsiana desde los primeros compases de las cuerdas, que pronto tendieron un manto de belleza casi opresiva, un cauce que recogió y ensambló inmediatamente a músicos y público, y un Carpenter que irrumpió majestuoso. Después, el celebrado Adagio recordaba que la experiencia camerística puede vincular directamente lo que se crea en el escenario con cada uno de los asistentes al concierto; que a veces no es por tanto un hecho estético colectivo sino un hecho íntimo, digamos de alcoba, casi sensual, tal era el diálogo del clarinetista con sus compañeros, ahora imponiéndose a las cuerdas y ahora rindiéndose a su seducción serena y a su pasmosa madurez; no un movimiento que se escucha, sino un episodio vital maravilloso, una experiencia que ocurre en el curso del tiempo y en el que cada instante y cada nota cuentan. Si las toses son un indicativo, bien que frágil, de la atención del público o sencillamente de cómo puede ser raptado –o no- por la música, no hubo aquí tos alguna. Todo era memoria y conciencia. Y llegado el cuarto movimiento esa percepción de estar envuelto en caricias sabias y embriagadoras se vio aumentada por la concurrencia de un sonido sordo y ciertamente monocorde, pero no incómodo: no un móvil ni unas toses, sino la lluvia, que en Bilbao cuando lo desea es una doña de respeto, que golpeaba las cubiertas de la Filarmónica con una fuerza inusitada, haciéndose notar y bien, y que lejos de molestar hacía que uno recordara la caricia de una toquilla de angora cuando le arropaban de niño. Brahms, en suma, en una de sus cumbres, y los músicos de Saint Martin magníficos y aupándonos a lo alto. Desde ahí no asusta ver el mundo.
La segunda parte la ocupó el Septeto de Beethoven. Fue hermoso, con el ensemble bien conjuntado, pero es una obra alejada en todos los sentidos de la grandeza y madurez del opus 115 de Brahms, y más próxima a Haydn o Mozart. Más embrionaria, en fin, como el propio Beethoven reconocía y es por lo demás evidente. Pero ya daba igual: la música era, una vez más, dueña de la Filarmónica, y recorría suelos y techos y arrebataba al público. Se cerraba un concierto pensado como un sencillo menú: entrante, principal y postre, siendo este un largo colofón inclinado del lado del Beethoven heredero, y no del Beethoven creador de inagotables herencias. Pero Brahms, en fin, bien vale una misa.