Nora Franco Madariaga /
Bilbao, 23/01/2016. Euskalduna Jauregia. 64 Temporada de Ópera de ABAO-OLBE. La Sonnambula de Vincenzo Bellini. Libreto de Felice Romani basado en La somnambule, vaudeville de Eugène Scribe y Germain Delavigne, y La somnambule, ou L’arrivée d’un noveau seigneur, ballet-pantomime de Jean-Pierre Aumer (sobre el libreto original de Scribe). Estreno: Teatro Carcamo de Milán, 1831.
Amina – Jessica Pratt; Elvino – Antonio Siragusa; Il Conte Rodolfo – Mirco Palazzi; Lisa – Elena Sancho Pereg; Teresa – Itxaro Mentxaka; Alessio – José Manuel Díaz; Un Notario – Alberto Núñez; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección musical – José Miguel Pérez Sierra; Dirección de escena – Pier Luigi Pizzi; Dirección de escena de la reposición – Massimo Gasparón; Dirección de coro – Boris Dujin; Escenografía y vestuario – Pier Luigi Pizzi; Iluminación – Mark Stavtsev; Coreografía – Ekaterina Mironova; Dirección de banda interna – Itziar Barredo; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Producción – Teatro Bolshói de Moscú.
Decir que La Sonnambula es una ópera escrita por y para una protagonista femenina es no decir nada, porque las óperas italianas de la época se escribían alrededor del drama psicológico de una mujer. Pero en este caso, el tercer título de ABAO está girando realmente en torno a una mujer: Jessica Pratt. Es tal su protagonismo musical y vocal, que todo lo demás queda teñido (o desteñido) por el color de su voz.
Y no hablo del color blanco que predomina sobre toda la representación: vestuario, decorado, atrezzo, ballet… incluso la teatralización y el argumento. La Sonnambula está considerada una ópera semiseria, un drama con final feliz, pero lo que hemos podido ver, tan blanco, tan naïf, nos deja con una sensación más cercana al cuento infantil que al drama.
La escenografía de Pizzi se olvida del ambiente folklórico alpino en el que se desarrollaba la acción en la versión original para situarla en un lugar indeterminado, incluso vacío en algunos momentos que, sumada a una dirección escénica estática y fría, genera una falta de profundidad que sólo el vestuario del coro y la iluminación de Stavtsev consiguen disimular aportando algo de calidez en algunas escenas, si bien el juego de luces resulta insuficiente en varios momentos. Las escenas en corbata a telón echado, tan absolutamente blancas y desnudas, aunque aportan intimidad y centran la atención en el diálogo, parecían pedir una más destacada labor de iluminación que no se produce.
Afortunadamente, nada apaga ni desluce la bellísima música de Bellini, con sus hermosas y complicadas melodías. La orquesta no tiene un papel de lucimiento, sólo de sostén, pero la BOS está correctísima, impecable en volúmenes, planos sonoros y tempi. El Maestro Pérez Sierra, atentísimo a todo cuanto ocurre sobre el escenario y en el foso, controla y coordina cada mínimo detalle sin tomar protagonismo, deteniendo la música en el tiempo para que el bel canto fluya.
En cuanto al reparto, tuvieron que pelear con una escenografía pensada para el Bolshói que en el Palacio Euskalduna resulta demasiado abierta y que se come la voz de los cantantes en cuanto se alejan de la boca de escenario, resultando complicado escucharles en algunos momentos. El más perjudicado, sin duda, fue Alberto Núñez, que cantaba sus breves frases desde el fondo del escenario y, a pesar de la claridad de su timbre, se le escuchaba apagado.
El coro correcto y bien empastado, pero estático y sin demasiada relevancia. Muy bien Itxaro Mentxaka en el rol de Teresa. Igualmente bien José Manuel Díaz en el papel de Alessio, a pesar de que su voz se perdía en algunos momentos por los problemas ya citados. Se agradece especialmente su frescura en la parte teatral, más aún entre un elenco que actoralmente resulta algo hierático.
Comprometido papel el de Elena Sancho Pereg (Lisa), defendido con pundonor a pesar de un proceso gripal -anunciado por megafonía en el descanso- que no le ha permitido continuar con el resto de las funciones. A pesar de las dificultades, la joven soprano ofreció una bellísima línea de canto y una voz que merecería la pena escuchar en mejores circunstancias.
El barítono Mirco Palazzi, encarnando al Conte Rodolfo, cantó con voz redonda y aterciopelada. Delicados momentos de bel canto, buen fraseo, voz potente pero no pesada y un registro que, sin ser demasiado amplio, no perdía color ni franqueza en ningún momento, hicieron su intervención muy acertada. Consiguió la sonrisa del público con la pícara escena que comparte con Lisa.
Muy distinto el tenor Antonio Siragusa (Elvino). Con un timbre algo metálico y la voz muy adelantada, resuelve fantásticamente los problemas de apertura de la escenografía, pero resulta algo estridente, sobre todo en los agudos. Asimismo, utiliza siempre la nota inferior como apoyo en los intervalos ascendentes; es un recurso tanto técnico como expresivo muy utilizado, pero el abuso estropea el resultado. Tampoco convence su falta de emoción en la actuación, que empaña la profundidad y credibilidad que le hubiera podido imprimir al personaje vocalmente. En cualquier caso, a pesar todo y aun siendo un papel de tremenda dificultad, lo defiende con gran soltura y solventa las dificultades con gallardía.
Y llegamos finalmente al eje vertebrador de la ópera, Amina, interpretada por la fantástica Jessica Pratt, que se metió al público en el bolsillo desde el primer momento. Su voz clarísima, su flexibilidad en volumen, tesitura y color, su delicadeza, su afinación perfecta, su agilidad en las coloraturas y la maravillosa línea de canto, la convierten en una de las mejores cantantes belcantistas del momento. A pesar de que teatralmente aún hubiera podido ser mejor, la expresividad de su voz en el final, el fabuloso abandono con el que canta las escenas de sonambulismo, la potencia contenida y la intensidad en el momento del abandono, y la ternura de la media voz que utiliza para empastar con Siragusa en los dúos, hacen de ella merecida y auténtica protagonista.