Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 21/01/2017. Euskalduna Jauregia. 65 Temporada de ABAO-OLBE. Stiffelio de Giuseppe Verdi. Libreto de Francesco Maria Piave sobre la novela Le pasteur d’hommes de Émile Souvestre, la obra de teatro hablado Le pasteur, ou L’évagile et le foyer de Émile Souvestre y Eugène Bourgeois y su traducción al italiano Stiffelius! Por Gaetano Vestri. Estreno: Teatro Grande de Trieste, 1850.
Stiffelio – Roberto Aronica; Lina – Angela Meade; Stankar – Roman Burdenko; Raffaele di Leuthold – Francesco Marsiglia; Jorg – Simon Lim; Dorotea – Diana Axentii; Federico di Frengel – Jorge Rodríguez Norton; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección musical – Francesco Ivan Ciampa; Dirección de escena e iluminación – Guy Montavon; Escenografía y vestuario – Francesco Calcagnini; Dirección de coro – Boris Dujin; Maestro repetidor y organista – Miguel N’Dong; Producción – Coproducción Teatro Regio di Parma y Opèra Monte-Carlo.
El Proyecto Tutto Verdi de ABAO-OLBE, en palabras de su Director de Producción y Artístico Cesidio Niño, «tiene un evidente trasfondo didáctico […] Si no hubiésemos escuchado Luisa Miller, o Aroldo, o Un giorno di regno, no hubiésemos podido entender por qué su música tiene una evolución, por qué pasa de ser un compositor meramente belcantista a componer unos dramas musicales al estilo de Wagner» [fragmento de la entrevista a Cesidio Niño publicada en Klassikbidea el 25 de junio de 2016]. Y así es. Gracias a este proyecto hemos (re)encontrado una ópera desconocida para la mayoría, olvidada por público y programadores que, lejos de ser uno de esos títulos menores, ha sorprendido gratamente tanto por su calidad musical, cercana, como decía Niño, a los dramas musicales wagnerianos, como por unos personajes de gran profundidad psicológica que escandalizaron a crítica y censura de la época más por la apabullante franqueza y veracidad del proceso interno de cada uno de ellos que por los hechos en sí mismos.
Atrevido, maduro, seguro de sí mismo y de su música, en Stiffelio Verdi se aleja de su zona de confort, va mucho más allá de los acompañamientos sencillos y los finales interminables y transforma cada rasgo psicológico, cada sentimiento, cada pensamiento en una variación del carácter musical, en un complicado cambio de compás, en una inesperada modulación armónica que, junto a una orquestación más elaborada e intensa y algunas arias de íntima emoción y belleza, conforman una ópera sólida, moderna y profunda.
No era tarea pequeña la del joven director Francesco Ivan Ciampa enfrentarse por primera vez a esta desconocida obra pero ha demostrado una vez más su templanza y su personal entendimiento de la música del de Busseto, con el resultado de un conjunto compacto y coherente. En sus manos, la BOS sonó elegante y fluida, sirviendo de mullido y seguro soporte a las voces. Rica en colores y matices, respondiendo de forma impecable a las indicaciones de Ciampa, la orquesta estuvo en todo momento perfectamente ajustada. Imposible dejar de mencionar los magníficos solos de trompeta (Vicente Olmos) y corno inglés (Eduardo Benetó).
Por su parte, sobre la escena, el reparto estuvo bien defendido por un elenco muy equilibrado y de sobradas dotes canoras. Las brevísimas, ligeras y claras apariciones de Diana Axentii y Jorge Rodríguez Norton supieron a poco. El joven bajo coreano Simon Lim pudo lucirse un poco más, y lo hizo con una voz noble, redonda y oscura que convenció. En cuanto al cuarteto protagonista, derrochó vocalidad, ajustándose los unos a los otros en los números compartidos con buen empaste.
El tenor italiano Arónica, en el papel del pastor protestante Stiffelio, con su voz adelantada, timbrada y de agudo potente, cargó con el peso de la obra tanto vocal como interpretativamente, dando cuerpo no sólo a un personaje ya complejo de por sí, sino al carácter y pensamiento de toda una comunidad. Sin un aria de lucimiento, supo aprovechar el dramatismo de la música verdiana –que tan bien le va vocalmente– para construir el personaje e imprimirle el carácter adecuado.
El barítono Roman Burdenko como conde Stankar fue un agradable descubrimiento. Lució una voz de color cálido y rica en armónicos que, sin embargo, no dudó en sacrificar en determinados pasajes en favor de la expresividad y la credibilidad del personaje, creando momentos de especial emoción, como por ejemplo su aria del tercer acto Lina pensai che un angelo, recibida por el público con efusivo y merecido aplauso.
En el rol de Lina, la soprano estadounidense Angela Meade regresa tras el buen sabor de boca que dejó en el Requiem de Verdi del pasado mes de abril, donde ya coincidió con Ciampa. Y de nuevo vuelve a demostrar una voz potente, flexible y de exquisito fraseo. Muy expresiva en el canto –si bien no tanto en la actuación, que se vio limitada por un torpe físico–, encandiló con sus pianos cristalinos y sus agudos delicados como filigrana. Con un personaje de una abrumadora autenticidad, con mucho más trasfondo que la simple culpabilidad, la norteamericana deslumbró en y se convirtió, probablemente, en la gran triunfadora de la velada.
Completa la acción Francesco Marsiglia como Leuthold, en un complicado rol que encarna todo lo contrario a la severa moral protestante del protagonista. Con voz más clara y un timbre metálico muy agradable, supo estar a la altura de sus compañeros pese a tener un papel de menor calado. Amante, pecador, incitador, su traje rojo y opulento –un poco “diabólico”, si me permiten– le destacaba frente a los tonos grises que vestían tanto personajes como escena.
Francesco Calcagnini, encargado de escenografía y vestuario, utiliza muy apropiadamente las líneas rectas y los grises, sobrios, austeros, rígidos… recreando la rigurosidad y la severidad de la cerrada sociedad protestante. Sólo el rojo del pecado y el vestido blanco de Lina al final de la obra, simbolizando el perdón divino, rompen esta uniformidad; dos símbolos evidentes pero que encajan muy bien dentro del desarrollo psicológico del argumento. De la misma forma, la casi total ausencia de mobiliario obliga a centrarse en los personajes al tiempo que recrea un sentimiento de soledad, frialdad y lejanía. El director de escena Montavon, siguiendo esta misma línea, mantiene a los personajes alejados entre sí, minimizando sus interacciones físicas, haciendo que sus tensiones se vuelvan tangibles y se entrelacen con la música. Un envoltorio sencillo –donde casi con seguridad uno de los descansos podría haberse sustituido por una breve pausa técnica– que no hace sino abundar en la batalla interna que libra cada uno de los personajes.
El coro, ajustado y potente, estático, contribuye en gran medida al éxito tanto musical como escénico de la ópera. Por momentos amenazante, por momentos casi celestial –como en el interno del final del segundo acto– la presencia de esta comunidad es parte vital para comprender el contexto de la acción.
En definitiva, un conjunto muy adecuado en el que todas las piezas encajan para que la música sirva de vehículo a la humanidad de los personajes, descubriendo una ópera que ha estado relegada al olvido muy injustamente.