Nora Franco Madariaga /
Bilbao, 17/02/2018. Euskalduna Jauregia. 66 Temporada de ABAO-OLBE. Salome de Richard Strauss. Libreto del propio Richard Strauss basado en la traducción alemana de Hedwig Lachmann de la obra en francés Salomé de Oscar Wilde. Estreno: Königliches Opernhaus de Dresde, 1905.
Salome – Jennifer Holloway; Herodes – Daniel Brenna; Jochanaan – Eglis Silins; Herodias – Ildikó Komlósi; Narraboth – Mikeldi Atxalandabaso; El paje de Herodias – Monica Minarelli e Itxaro Mentxaka; Judío 1 – Josep Fadó; Judío 2 – Miguel Borrallo; Judío 3 – Igor Peral; Judío 4 – Jordi Casanova i Barberá; Judío 5 – Michael Borth; Capadocio – Manuel A. Mas Tomas; Nazareno 1 – Alberto Arrabal; Nazareno 2 – Alberto Núñez; Esclava – Helena Orcoyen; Soldado 1 – José Manuel Díaz; Soldado 2 – Mikel Zabala; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Dirección musical – Erik Nielsen; Dirección de escena – Francisco Negrín; Escenografía y vestuario – Louis Désiré; Iluminación – Bruno Poet; Vídeo – Joan Rodón; Iluminación de la reposición – Sarah Brown; Asistente de vestuario – Diego Méndez Casariego; Asistente de dirección de escena y Coreografía – Angela Saroglou; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Producción –Palau de Les Arts Reina Sofía.
La RAE define expectación como “espera, generalmente curiosa o tensa, de un acontecimiento que interesa o importa”. Y eso es exactamente lo que se percibía entre abonados, aficionados y curiosos ante el estreno de Salome, como si fuese algo insólito o, más probablemente, muy esperado. Un público al que se ha clasificado habitualmente como conservador y muy italianista de pronto se mostraba excitado y nervioso, incluso ilusionado, por el estreno de una ópera alemana expresionista. ¿Sorprendente? Tal vez, y desde luego requerirá un análisis y una reflexión pero, si nos ceñimos a la calidad de lo ofrecido por ABAO en este título, toda expectación generada fue poca ya que, sin duda, Salome ha sido –aun a falta de lo mucho que nos pueda ofrecer Norma– el plato fuerte de la temporada.
La música de Strauss, densa, compleja, poco melódica, cercana a la atonalidad y cargada de simbolismo, lejos de dificultar la escucha, tiene la casi mágica cualidad de fluir, enroscarse, girar sobre sí misma, envolviendo a quien la escucha en una especie de estado onírico, una suerte de embrujo que discurre sin interrupción hasta el final. Y el equipo formado por el director de escena Francisco Negrín y el escenógrafo Louis Désiré ha sabido reflejar sobre el escenario exactamente todas estas características de la partitura, utilizando dos elementos giratorios, uno dentro del otro, que se mueven y rotan durante la obra, ora creando ora deshaciendo distintos espacios y volúmenes, llenos de símbolos y referencias pero al mismo tiempo atemporales, que juegan con espejos, luces fluctuantes e hipnóticas videoproyecciones para atrapar en ese mismo embrujo que ha creado la música toda la atención del espectador, que permanece absorto, atrapado de principio a fin.
Muy notable la dirección escénica de Negrín, donde cada movimiento, cada gesto, bien sea de los cantantes o de cualquiera de los numerosos figurantes, está previamente definido y estudiado –aunque aparentemente descuidado–. Reseñable también la iluminación de Bruno Poet y Sarah Brown y sorprendentemente adecuados y bien integrados los vídeos de Joan Rodón.
Pero, detalles técnicos aparte, los ingredientes fundamentales del hechizo fueron la fabulosa voz y la magnífica actuación de la soprano estadounidense Jennifer Holloway, que encarnó a Salome con una seguridad y una presencia escénica apabullante. Con una voz maravillosamente versátil, capaz de pasar del canto más potente al susurro más sensual, del agudo lírico y redondo al grave descarnado y casi roto, de la radiante exuberancia a la tensión más oscura, Holloway se convirtió en el eje indispensable sobre el que basculó toda la obra. Sin embargo, todo ese despliegue vocal quedó en un segundo plano totalmente desdibujado por la interpretación, donde cantante –actriz, si me permiten– y personaje se funden. La profundidad psicológica que desarrolla es sólo comparable a la complejidad de la música de Strauss, que alcanza su punto culminante en el sobrecogedor, largo y difícil monólogo de Salome frente a la cabeza del Bautista. Imposible saber si la lesionada Emily Magee, primera opción de ABAO para esta producción, hubiese estado al mismo nivel que Jennifer Holloway, pero la ovación que ofreció el público a la estadounidense deja bien claro que, en este caso, la cancelación ha resultado ser un afortunado infortunio.
A la intachable intervención de la soprano respondieron a un altísimo nivel tanto el tenor Daniel Brenna en el papel de Herodes como el barítono-bajo Eglis Silins en el rol de Johanaan. Destacable en el primero una voz sugerente y brillante de grandes dotes expresivas, que transmitió con transparencia toda la riqueza dramática del personaje. Por su parte, Silins despojó de emoción su voz para ajustarse a la frialdad, hieratismo y solemnidad del profeta, pero sin ocultar por ello un color cálido y aterciopelado de gran amplitud.
Entre todo el buen elenco de cantantes que completaban el reparto, imprescindible mencionar a la mezzo Komlósi como Herodias, que no dudó en trasladar a su voz la estridencia del personaje sacrificando en algunos momentos fraseo y dulzura a favor de una interpretación de mayor realismo y multitud de matices que, a pesar de afear su voz, sumaban profundidad. Igualmente necesario citar el fantástico trabajo de Mikeldi Atxalandabaso como Narraboth, en un papel breve pero de gran intensidad vocal y relevancia escénica que defendió con voz clara y bien timbrada y que dejó con ganas de más al público bilbaíno, que supo corresponder esta admirable intervención con sus aplausos. Adecuado y eficaz el resto del reparto.
Pero quien realmente mereció –y recibió– una de las más cálidas ovaciones de la velada fue la BOS. Se enfrentaba a una partitura de gran densidad, llena de ideas melódicas, leitmotive, planos sonoros, texturas y armonías imposibles que necesitaban de una mano firme que supiese conducir y descifrar todo este entramado musical, tarea que recayó en su titular Erik Nielsen que, aunque empezó frío y plano, se dejó llevar poco a poco por toda esa abundancia en una línea creciente que desembocó en un final lleno de fuerza y apasionamiento. Tal vez faltó algo de sensualidad en la famosa Danza de los 7 velos, puesta en evidencia por la ausencia de baile –innecesario, por otro lado, dentro de la idea escénica de Negrín– pero no deja de ser una anécdota en una velada en la que la orquesta bilbaína desgranó con elegancia y savoir faire una versión de Salome inigualable en minuciosidad y belleza.