Nora Franco Madariaga /
Bilbao, 20/10/2018. Euskalduna Jauregia. 67 Temporada de ABAO-OLBE. La Bohème de Giacomo Puccini. Libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica sobre la novela Scènes de la vie bohème de Henry de Murger. Estreno: Teatro Regio de Turín, 1896.
Mimì – Ainhoa Arteta; Rodolfo – Teodor Ilincai; Marcello – Artur Ruciński; Musetta – Jessica Nuccio; Schaunard – David Menéndez; Colline – Krzystof Bączyk; Benoît/Alcindoro – Fernando Latorre; Parpignol – Sergio López de Davalillo; Un vendedor ambulante – Daniel López-Uribe; Aduanero – Polentzi García; Sargento – Miguel Ángel Ibisate; Euskadiko Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección de coro – Boris Dujin; Coro Infantil de la Sociedad Coral de Bilbao; Dirección de coro – José Luis Ormazábal; Dirección musical – Pedro Halffter; Dirección de escena – Mario Pontiggia; Asistente de dirección de escena – Angelica Dettori; Escenografía y vestuario – Francesco Zito; Asistente de escenografía – Antonella Conte; Asistente de vestuario – Claudio Martín; Iluminación – Bruno Ciulli; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Dirección de banda interna – Itziar Barredo; Producción – Teatro Massimo di Palermo.
Seamos sinceros: ¿a quién no le gusta La Bohème? Quien la haya visto alguna vez queda rápidamente prendado de su música, de su historia, de sus personajes… Sucede también con otras óperas de Puccini (no en vano es uno de los grandes) pero hay algo en la delicada Mimì, en la alocada Musetta, en el entregado Rodolfo o en el atormentado Marcello que enamora. O tal vez sea ese París bohemio que tan vívidamente evoca la música. Sea lo que sea, La Bohème tiene algo que atrapa. E iniciar una temporada con esta ópera es un acierto seguro porque, para qué negarlo, a nadie le amarga un dulce. Da igual cuántas veces la escuchemos, cuántas producciones distintas hayamos visto, por cuántas frías buhardillas parisinas hayamos pasado, que nunca defrauda.
Y a pesar de eso, el director de escena argentino Mario Pontiggia se enfrenta a ella como si fuese la primera vez, analizando libreto y música sin ideas preconcebidas ni clichés, dándole un aire nuevo que la aleja de los manidos tópicos para dotarla –con gran acierto– de frescura y desenfado juvenil, de frivolidad y ligereza. Este cambio de enfoque, que se aparta del drama como centro de la obra –casi podríamos decir que lo degrada– y lo integra como un aspecto más de la vida bohemia, verdadera protagonista de esta historia, es probablemente la mayor aportación de esta producción de Pontiggia para el Teatro Massimo di Palermo que, si bien no sorprende, sí invita a una reflexión más profunda sobre la motivación y las decisiones de cada uno de los personajes.
Pero estas apreciaciones quedan sin duda relegadas para otro momento cuando todas las miradas están puestas en el elenco y, sobre todo, en la soprano tolosarra Ainhoa Arteta que, a pesar de haber representado el papel de Musetta en infinidad de ocasiones, abandonaba su zona de confort para encarnar el rol de Mimì. Sobra decir que no fue la delicada, lánguida, candorosa y casi virginal modistilla a la que estamos acostumbrados. La madurez interpretativa de Arteta recreó un personaje sereno, seguro de sí mismo, independiente y carnal que la soprano transmitió de principio a fin con gran dominio. Sin embargo, esa misma madurez vocal dibujó un personaje con mucho cuerpo al que pesaba un exceso de vibrato. Una voz demasiado grande y oscura para este papel lastró, sobre todo en el primer acto, las notas largas y el registro más agudo, que tuvo que ser ayudado en algún momento por evidentes portamentos. Mejoró notablemente con la media voz de los últimos cuadros, pero es innegable que la vocalidad de Arteta está ya en otro tipo de papeles.
Por su parte, el joven tenor rumano Teodor Ilincai comenzó su actuación acobardado, con pequeños desajustes y una voz opaca que, por fortuna, fue también ganando brillo y estabilidad a lo largo de la función, terminando con un cuarto acto mucho más potente y seguro, aunque no terminó de brillar, eclipsado por el caudal vocal de Arteta y el volumen de la Orquesta de Euskadi a la que el director musical mantuvo durante toda la velada un punto por encima del equilibrio sonoro.
A pesar de lo que pudiera parecer debido a esta falta de balance, el trabajo musical de la orquesta fue intachable pero quedó completamente deslucido por la dirección demasiado articulada y poco detallista de Pedro Halffter, que dedicó más esfuerzos a cuadrar tempos –demasiado lentos– y asegurar arias que a dar dirección y profundidad a la maravillosa, compleja y completísima partitura de Puccini, perdida en una masa musical.
En cuanto al resto del reparto, estupendo el barítono Ruciński en su papel de Marcello, rol que lleva gran parte del peso de la obra, tanto musical como teatralmente, pero que no tiene apenas momentos de lucimiento vocal. El polaco supo mantenerse en ese difícil segundo plano sosteniendo con un bello fraseo y una voz redonda y bien modulada las partes más expuestas de sus compañeros.
Bien también en lo vocal la Musetta de Jessica Nuccio, pero le faltó transmisión. Se disfrutaron su limpieza, su ligereza y sus filados, pero se perdió la sensualidad del famosísimo vals Quando m’en vo, y con ella también el conflicto, la tristeza oculta, la determinación y todos y cada uno de los numerosos matices entretejidos en esta famosísima aria –y en el resto de la obra–.
Muy correcto David Menéndez, que sacó partido incluso de un registro central algo hueco utilizándolo para dar expresividad a su personaje. Convenció también Fernando Latorre en sus dos breves intervenciones.
Mención aparte requiere el fabuloso bajo Bączyk que, con su voz natural, sin artificios y de delicado fraseo, se llevó la más cálida ovación de la velada por su emotiva aria del último cuadro Vecchia zimarra senti en la que, despidiéndose aparentemente de un gabán que va a empeñar, disimula su último adiós a una agonizante Mimì.
Muy acertadas las pequeñas participaciones de López de Davalillo, López-Uribe, García e Ibisate. Impecable también el Coro de Ópera de Bilbao en su breve intervención y digna de elogio la profesionalidad del Coro Infantil de la Sociedad Coral de Bilbao. Lástima que la aparición de ambos coros en el segundo acto se difuminara en una escena absolutamente abigarrada incluso para las dimensiones del escenario del Euskalduna –probablemente el único fallo de una escenografía sencilla pero suficiente que, junto a una iluminación muy bien conjugada, imprimieron un aire cinematográfico a la representación–. Interesante también el guiño de vestuario de la última escena, que nos presenta a los personajes vestidos de blanco, poniendo en relieve que no son más que pequeños burgueses cansados de jugar a ser bohemios que asisten atónitos e impotentes a la muerte de Mimì, deslumbrados y abrumados por las luces y las sombras de la vida bohemia.