Mundoclasico: “Bieito reverdece “Mendi-Mendiyan” de Usandizaga”
Joseba Lopezortega /
Bilbao, 22 de junio de 2019. Teatro Arriaga. José María Usandizaga, Mendi-Mendiyan. Libreto de José Power. Calixto Bieito, director de escena. Susanne Gschwender, escenografía. Michael Bauer, iluminación. Ingo Krügler, vestuario. Ausrine Stundyte, Andrea. Mikeldi Atxalandabaso, Joshe Mari. Christopher Robertson, Juan Cruz. José Manuel Díaz, Kaiku. Olatz Saitua, Txiki. Gexan Etxabe, Gaizto. Gaizka Urkiola, dantzari. Beñat Amade, aizkolari. Sociedad Coral de Bilbao; Enrique Azurza, director. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Erik Nielsen, dirección musical. Aforo: 1200. Ocupación: 70%.
Elementos muy sencillos, pero no simples: un entorno montañoso creado con plásticos negros, muy inquietante, que proponía un entorno pegajoso e incómodo, un reducto fatal del que pareciera imposible zafarse, una maldición, un lodo; un caserío esqueletizado, en el que la protagonista deseaba y soñaba como si tales potencias estuvieran a su alcance, ilusa; el mismo caserío quebrado y comido por la ruina y la vegetación, cuando ya todo se había roto para siempre de forma violenta y los sueños habían quedado devastados.
Esta economía de elementos escénicos soportaba la visión compleja y enriquecedora de Bieito: en escena, los personajes adquirían una relevancia dramática muy superior a la atesorada por el libreto de Power. Donde dormía una estampa popular atravesada de tópicos -la amenaza del lobo, la romería popular, la propia orfandad de la protagonista o su amor asesinado por celos- emergía una dimensión moderna, oscura, feroz y también orgullosamente vital. Andrea ya no era una huérfana en manos de un destino cruel, sino una mujer atravesada por una fuerte voluntad y una gran sensualidad, como subrayó con su intensa interpretación la protagonista indiscutible del título, Ausrine Stundyte, haciendo Andrea: junto a ella el aizkolari era hermoso, fuerte, deseable, carnal; frente a ella el dantzari era galante, seductor, sereno. Ambos elementos, entre los más tópicos de la cultura vasca, encontraban su razón de ser para expresar la exposición de Andrea al deseo y la carnalidad, para contar su ansia de vivir y su necesidad de hacerlo en libertad. El armazón del caserío era una trampa mortal e inevitable y era también la fragua de un sueño. He ahí la clara victoria de Bieito partiendo de un libreto inerte: saber leer lo que puede esconderse detrás de la escritura y darle forma para que el drama aflore con intensidad y resulte vigente, y no trasnochado. Bieito quitaba años de encima a Mendi-Mendiyan. Y la ópera, la excelente ópera de un joven Usandizaga, lo agradecía. Y mucho.
Esta Mendi-Mendiyan producida por el Teatro Arriaga recuerda algo tan elemental como la importancia de dotar de escena a algo concebido originalmente con escena. Esto es importante tanto desde la perspectiva patrimonial de la cultura vasca y euskaldun, al tratarse de una ópera en euskera, como en la dimensión musical, al disfrutarse de los tiempos y ritmos de algo que no sólo se interpreta, sino que sucede: eso es ópera. Y esto lo entendieron todos y todas sobre el escenario y, desde luego, en el foso.
Hemos citado a Ausrine Stundyte. A su trabajo creando a una muchacha que desea amar y gozar pese a quien pese, pretendiendo ilusoriamente que brote la luz en la negrura, hay que sumar su absoluta entrega vocal. Cantó bien, pero sobre todo cantó dando vida a su personaje, encarnándolo. Esta fue la tónica de todo el elenco, más allá de si las voces fueron mejores o peores. Todos y todas se entregaron de una forma encomiable. Mikeldi Atxalandabaso era un derroche: corría y pugnaba y amaba con ímpetu, con arrojo, y si en algunos momentos su instrumento resultaba incluso excesivamente potente y más fuerte que bello, hizo un Joshe Mari más que adecuado.
José Manuel Díaz como Txistu me pareció excelente: cantó muy bien, supo estar en escena, hizo un personaje sin peros. Christopher Robertson, el aitona -abuelo- Juan Cruz, estuvo al límite. Su voz está algo gastada, pero su trabajo fue adecuado para dar vida al único personaje que parecía derrotado por el destino desde su primera nota, y al que Bieito convirtió -además- en pertinaz bebedor. Olatz Saitua ya fue Txiki en la Mendi-Mendiyan que programó hace pocos años Quincena Musical, en concierto. Con los recursos de la escena a su disposición Saitua hizo un Txiki mucho más rico y complejo, un muchacho condenado a vivir golpeado entre su ensueño y un yunque. Gexan Etxabe actuó más de lo que que cantó, pero también fue un Gaizto eficaz gracias a la aportación esencial de la escena.
En el foso estaban la Sinfónica de Bilbao y el Maestro Erik Nielsen, un consumado director de ópera. El trabajo de Nielsen fue excelente. Es un gran concertador, conoce las voces y desde luego conoce a su buena orquesta, y además se le observaban entrega y reconocimiento hacia la calidad de la partitura, que es mucha y que sin duda él había trabajado convenientemente. En cuanto a la Sociedad Coral de Bilbao, estuvo plenamente integrada en el notable nivel de calidad de la representación, como elevada por un lógico orgullo: fue esta histórica Sociedad Coral la que encargó al jovencísimo Usandizaga la composición de Mendi-Mendiyan. Su participación era emocionante e inapelable, y no defraudó, sumando al buen resultado de esta producción que ha hecho justicia a una gran ópera en la ciudad que la vio nacer.