Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 27/02/2021. Euskalduna Jauregia. ABAO Bilbao Opera – ABAO on Stage. Anita Rachvelishvili, mezzosoprano; Vincenzo Scalera, piano. Obras de Piotr Ilich Tchaikovski, Serguei Rachmaninov, Manuel de Falla, Francesco Paolo Tosti, Giuseppe Verdi, Jules Massenet y Camille Saint-Saëns.
Sopranos y tenores, con esos repertorios tan espléndidos que les han escrito los compositores de ópera, son los protagonistas habituales de los recitales. También los barítonos consiguen reunir una colección de arias y romanzas lo suficientemente atractiva como para lanzarse a un recital en solitario –aunque casi siempre les toque el papel de padre o de malo en las representaciones–. Pero, ¿y las mezzosopranos? No, ellas no, pobrecitas. Con esos papeles sin entidad propia de amiga, hermana o criada de la soprano, esposa del barítono, madre del tenor…, cuando no la del medio de tres hermanas, tres brujas, tres sacerdotisas… Con esos roles que tradicionalmente se les han adjudicado y una voz poco frecuente que está en medio de la nada, con un color claro, en general similar al de las sopranos, pero sin esos agudos estratosféricos que arrancan aplausos, las mezzos suelen estar forzosamente relegadas a un espacio segundón en los escenarios de ópera, o bien especializadas en lied si quieren brillar por sí mismas. Y, mal que les pese, esto es así. Hasta que llega alguien como Anita Rachvelishvili, una mujer dotada de una voz prodigiosa y singular, que además domina con maestría, y nos hace olvidarnos por completo del concepto de mezzosoprano que teníamos hasta ese momento.
La RAE define grande en su primera acepción como «algo que supera en tamaño, importancia, dotes, intensidad, etc., a lo común y regular». Y así es exactamente como podemos definir la voz de la georgiana Anita Rachvelishvili: grande. Efectivamente, supera en tamaño, dotes e intensidad a casi cualquier otra voz que hayamos podido escuchar anteriormente. Es tan enorme su caudal, tan irresistible su profundidad, tan exuberante su riqueza y tan incontenible su proyección, que encandiló al público desde su primera nota. Porque, además de grande, su voz posee una fuerza más allá de lo natural. Y no sólo fuerza física y volumen –que también–, sino una fuerza interna que se traduce en un carisma arrollador, una pasión desbordante y una musicalidad fuera de toda cuestión. Resulta casi imposible escuchar a Rachvelishvili sin sentirse abrumado por su canto.
Esta sorprendente mezzosoprano, que muchos describen como «una fuerza de la Naturaleza» de tan apabullante como fuera de lo común es su voz, ofreció el pasado sábado en el Palacio Euskalduna el segundo de los recitales de ABAO on Stage que, si después del concierto ofrecido por la soprano Lisette Oropesa parecía haber tocado el cielo, llegó aún más allá con la actuación de Anita Rachvelishvili.
Comenzó la georgiana con seis canciones rusas, tres de Tchaikovski y otras tres de Rachmaninov, en las que, además de verse especialmente cómoda, pudo sentar las bases de su peculiar oscuro timbre de voz y de su espectacular amplitud de registro, principalmente en la zona más grave, donde muestra gran facilidad para pasar al registro de pecho y una voz que no tiene nada que envidiar a la más profunda de las contraltos. Pero, si de una voz tan grande se esperaba que tuviera demasiado peso, problemas de afinación en los agudos o un exceso de vibrato, con su bien trabajado dominio técnico y firme control vocal consiguió infundirle soporte y dirección creando grandes fraseos e intachables legatos que, enriquecidos con su amplísimo rango de dinámicas –que no dudaba en aprovechar, pasando del piano más delicado al fortísimo más abrasador–, llenaron de luces y emociones el melancólico y sentido repertorio ruso.
Siguió el recital con el conocido ciclo de Siete canciones populares españolas de Falla, que abordó con menos seguridad y más precaución, pero que fueron afianzándose poco a poco hasta un vibrante final. Entre ellas destacaron la Asturiana y la Nana, cantadas a media voz y llenas de delicadeza y ternura, con grandes frases que dejaban ver el estupendo control de la respiración, así como la Jota y el Polo, con una fuerza y un quejío arrebatadamente flamenco que hubiese sorprendido al propio compositor gaditano.
La segunda parte de la velada estuvo dedicada a la canción italiana y la ópera, donde la mezzosoprano demostró que aún le quedaban ases en la manga. Interpretó las canciones de Tosti con sinceridad y les imprimió credibilidad y significado, creciéndose en cada nueva intervención, para pasar a la ópera, donde se siente a sus anchas y puede hacer brillar todas sus capacidades vocales –que son muchas–. Terminó el recital con el aria de Samson et Dalila «Mon coeur s’ouvre à ta voix», probablemente su aria fetiche, maravillosa tanto en voz –cálida, aterciopelada, brillante en el agudo y tan poderosa en un registro de pecho que resulta casi inconcebible para una voz femenina que derrocha dulzura en la zona media– como en interpretación –contenida, casi estática, pero intensa y emotiva–.
Y aún les quedaron ganas para tres bises; a ella, y al pianista Vincenzo Scalera que, pese a haber pasado casi desapercibido tras las abrumadoras dotes de la cantante, hizo una labor impecable de acompañamiento, luciéndose especialmente en las canciones de Falla, con un sonido limpio y cristalino pero potente y enérgico, perfectamente enmarcado en carácter y estilo, y un muy acertado uso de los pedales. Entre estas propinas destacó más el aria de Santuzza de Cavalleria rusticana que la esperada Habanera de Carmen, papel que ella borda y que la ha empujado a la fama aunque, para ser sinceros, cualquier rol le hubiese brindado la oportunidad de sobresalir con esa capacidad vocal y esa gran e incomparable voz de mezzosoprano.