Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 26/01/2022. Euskalduna Jauregia. 70ª Temporada de ABAO Bilbao Opera.
La clemenza di Tito de Wolfgang Amadeus Mozart. Libreto de Catterino Tommaso Mazzolà, basado en fragmentos de De vita Caesarum de Pietro Metastasio. Estreno: Teatro Nacional de Praga, 1791.
Tito – Paolo Fanale; Sesto – Daniela Mack; Vitelia – Vanessa Goikoetxea; Annio – Veta Pilipenko; Servilia – Itziar de Unda; Publio – Josep Miquel Ramón. Euskadiko Orkestra; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Dirección musical – Riccardo Frizza; Asistente de Dirección Musical – Pedro Bartolomé; Dirección de escena – Fabio Ceresa; Escenografía y vestuario – Gary McCann; Iluminación – Ben Cracknell; Coreógrafo – Mattia Agatiello; Maestra repetidora –Itziar Barredo; Fortepiano – Richard Baker; Producción – Ópera de Lausanne.
El género péplum ha dado grandes obras a la historia del cine. Inolvidables las clásicas Quo vadis, Ben-Hur, Espartaco, La túnica sagrada, Barrabás, Cleopatra… pero también cintas más modernas como Gladiator o la serie Roma. Personalmente, me quedo con dos referentes de mi infancia: la formidable serie de la BBC Yo, Claudio y la inigualable y también británica La vida de Brian –que no sé si entra estrictamente en la definición de péplum, pero romanos tiene unos cuantos–.
Pero esto del género de espada y sandalia no es un invento de la industria hollywoodiense o de Cecil B. DeMille. Ahí tenemos a Mozart, que de sus 22 óperas dedicó nada menos que cinco a la Roma antigua –¡casi un cuarto de su producción! –. Ascanio in Alba, Il sogno di Scipione, Lucio Sila y Mitridate, re di Ponto son las de romanos que escribió Mozart en su juventud, pero ninguna de ellas comparable a la solidez compositiva de La clemenza di Tito.
Aunque cada vez es más frecuente encontrarla en los teatros, La clemenza no es una ópera muy programada –de hecho, es la primera vez que se representa en Bilbao–. Durante mucho tiempo fue desdeñada y considerada una obra menor y, tal vez, en cierto modo, así lo sea si se compara, por ejemplo, con La flauta mágica, compuesta casi simultáneamente. El encorsetado y algo anticuado estilo de “ópera seria” que se solicitó, el manifiesto peloteo del argumento hacia el recién coronado rey de Bohemia Leopoldo II, dedicatario de la obra, la agobiante premura del encargo, el evidente objetivo económico –que no artístico– del trabajo, los episodios febriles que anunciaban el fatídico final de Mozart que habría de llegar apenas tres meses después… Desde luego, nada de todo esto ayudó al nacimiento de una obra maestra y, sin embargo, el genio del de Salzburgo brilla en cada una de las notas de esta ópera –puede que con algo menos de luz que en otros casos pero, sea como fuere, brilla–. Además, sus páginas dejan vislumbrar un tratamiento de los personajes, un concepto de la propia ópera y otros pequeños rasgos indicadores que apuntan a que, si el destino hubiese sido más indulgente con el compositor, seguramente hubiésemos podido ver desarrollarse en Mozart un estilo totalmente nuevo, más completo, profundo, integrador y evolucionado. Pero, como nada de esto va más allá de la mera especulación, habrá que limitarse a definir esta ópera como –simplemente– “madura”.
En cualquier caso, la oportunidad de constatar cada uno de estos detalles en directo es un privilegio que nos ha ofrecido ABAO Bilbao Opera a los pocos afortunados que, pese a las draconianas restricciones de aforo, hemos podido disfrutar estos días de las funciones en el inmenso y dolorosamente vacío auditorio del Palacio Euskalduna.
Y, desde luego, las razones para disfrutar han sido numerosas. La primera de ellas –además de la propia música de Mozart, evidentemente– han sido los cantantes. Con un elenco muy equilibrado, la obra gira alrededor del personaje de Vitellia –Vanessa Goikoetxea– y no en torno a Tito, como pudiera pensarse. La soprano duranguesa asumió esta carga con arrojo y actitud. Con voz grande y bien asentada, su canto sonó fluido y volátil, con pizpiretas coloraturas y pícaros filados. De agudo fácil y vibrante, Goikoetxea tuvo que hacer un arduo control de volumen y un finísimo trabajo de empaste en los números compartidos, sacrificio en el que salió perdiendo su registro grave. Cómoda y resuelta también en la interpretación, firmó una actuación inteligente y muy acertada.
Sesto, el complicado pant-role interpretado por Daniela Mack, funcionó bien más por una entregada labor actoral que por credibilidad física o vocal. La voz, de un peculiar color grave, resultó ligera para el personaje –lo que le facilitó los pasajes de agilidades– pero al mismo tiempo algo apagada. La mezzosoprano argentina cantó con belleza, energía y elegancia, que destacaron especialmente en el aria «Parto, parto» junto al corno di bassetto, muy bien recibida por el público.
Veta Pilipenko asumió el otro pant-role de la obra, Annio. Su voz, más clara y fresca, así como su mayor altura le aportaron ese aire juvenil que necesitaba el papel pero que, al mismo tiempo, le dificultaron la defensa de un rol de este tipo ya que, al ser un papel de menor peso en escena, el recurso interpretativo se veía mermado. Pese a todo, su participación fue notable. También lo fue, pese a lo breve, la de Itziar de Unda como Servilia, con ese aire inocente y sencillo pero de canto sólido y seguro.
Josep Miquel Ramón como Publio lució voz cálida y bien timbrada de agradable color aunque algo escasa de graves. Y el tenor italiano Paolo Fanale cantó con voz enérgica y firme –aunque algo sobrada de empuje en algunos momentos– con un interesante rango de matices. Le faltó, tal vez, algo de brillo y lucimiento en el agudo, pero lo suplió con inteligentes y bien trabajados recursos técnicos y un fantástico dominio de la escena.
El Coro de Ópera de Bilbao estuvo correcto en su participación –como siempre– pero son de agradecer sus bellos pasajes en pianissimo, a las que nos tienen tan poco acostumbrados.
En el foso, la Euskadiko Orkestra cumplió con creces su cometido, con un sonido bien trabajado, rico en dinámicas y colores –destacando el de las maderas, de gran calidez– a las órdenes de Riccardo Frizza, quien hizo un fantástico ejercicio de concertación, controlando estilo, equilibrios y fraseos, con una sobresaliente abundancia de texturas y planos sonoros en los números concertantes. Obligado resaltar también la labor de Richard Baker al fortepiano en los recitativos, que no se limitó a su función como acompañante sino que enriqueció la intervención de los cantantes dando un estilo particular a cada uno de los personajes.
Otro motivo de disfrute fue la estudiadísima puesta en escena del italiano Fabio Ceresa, con una sencilla –que no simple– escenografía de Gary MacCann, muy versátil, llena de simbolismo –como la propia ópera– y muy adecuada para este auditorio, favoreciendo la acústica incluso en el fondo del escenario. La ambientación, que conjuga al mismo tiempo la Roma clásica con un aspecto muy actual, aportó esa dimensión atemporal que tanto tiene que ver con el argumento político y que mantiene vivo el libreto. Igualmente adecuados el elegante vestuario –también de MacCann– y la iluminación –del británico Ben Cracknell–. Muy destacable la dirección de Ceresa, tanto en concepto como en ejecución, sin un solo movimiento escénico superfluo o gratuito –no en vano contaba con el asesoramiento del coreógrafo Mattia Agatiello–, utilizando con inteligencia el espacio del escenario en toda su tridimensionalidad.
El conjunto de este péplum mozartiano ha brillado por su redondez, equilibrio y atención al detalle. Lástima que las voces de los pant-roles fueran tan –bellamente– femeninas, costando en los números de conjunto distinguir los colores de las cuatro intérpretes, y en vez de –como decía Sabina– dar una de romanos, esta vez nos dieran una de romanas.