Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 17/02/2022. Euskalduna Jauregia. 70 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
La voix humaine de Francis Poulenc. Libreto de Jean Cocteau, basado en su obra de teatro homónima. Estreno: Opéra Comique de París, 1959.
Elle – Nicola Beller Carbone.
Eine florentinische Tragödie de Alexander von Zemlinsky. Libreto de Max Meyerfeld, traducción de la obra de Oscar Wilde A florentine tragedy. Estreno: Königliches Hoftheater de Stuttgart, 1917.
Bianca – Nicola Beller Carbone; Guido – Giogio Berrugi; Simone – Carsten Wittmoser.
Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Dirección musical – Pedro Halffter; Dirección de escena y escenografía – Paco Azorín; Asistente de Dirección de escena – Alex Larumbe; Vestuario – Ana Garay; Iluminación – Pedro Yagüe; Asistente de iluminación – Eduardo Berja; Videoproyecciones – Pedro Chamizo; Maestra repetidora – Itziar Barredo; Producción – Coproducción del Gran Teatro del Liceu y Teatros del Canal, revisada por Paco Azorín para ABAO Bilbao Opera.
Hace poco, cuando hablábamos sobre Cavalleria rusticana y Pagliacci, citábamos los celos como una de esas intensas y complejas emociones a las que pocos pueden sustraerse. También son pocos los afortunados que se han librado de sufrir las pasiones que sirven como hilo conductor de los dos títulos que nos ocupan hoy: la traición y el (des)engaño, argumentos universales, tan inherentes al amor y las relaciones humanas que difícilmente nos resultarán desconocidos. De hecho, se podrían considerar temas recurrentes en la historia de la literatura, el teatro o –cómo no– la ópera, pero las dos obras que hoy nos ocupan abordan este tema desde perspectivas poco frecuentes o con giros inesperados que cambian la visión del espectador, porque si algo tuvo el siglo XX fue la voluntad de renovar, experimentar y romper conceptos preexistentes.
La primera de las óperas que nos ocupan, La voix humaine, es probablemente la más innovadora de las dos. Tal vez no lo sea al presentar un monólogo femenino, pues ya lo hemos podido ver en Erwartung de Schoenberg –con la que guarda, además, otras coincidencias temáticas– pero, el lenguaje musical completamente desarrollado y explícito, que no solo recoge exactamente lo que quiere expresar, sino que además lo hace de una forma completamente sensorial –y no escuetamente musical–, la convierten en una obra hipnótica donde el espectador –sintiéndose algo voyeur– participa de una conversación telefónica íntima, llena de silencios y sobreentendidos –excepcionalmente bien trasladados a la música–, donde la tecnología añade nudos a una comunicación ya de por sí emocionalmente amordazada.
En la propuesta de Paco Azorín, la orquesta, situada en penumbra en la parte posterior del escenario, deja a la soprano en una posición muy adelantada en escena, favoreciendo su labor vocal –ya conocemos las peculiares características del auditorio– y acercándola también al público, que invade impúdicamente la intimidad del cuarto de baño de la protagonista y presencia la desnudez de su angustia. Las videoproyecciones que acompañan la escena, así como los distintos cambios de vestuario, realzan el proceso interno que experimenta la protagonista a lo largo de la obra en su –vano– intento de mantener la conversación –y, al mismo tiempo, de algún modo, la relación– con el hombre que la abandona para casarse con otra.
Fabuloso el trabajo de la, en este caso, más actriz que cantante, Nicola Beller Carbone. Vocalmente la ópera no presenta un registro exigente y en ningún momento la melodía llega más allá de un parlato pero, precisamente, ese mimetismo de la línea de canto con la musicalidad propia de la lengua francesa, la perfecta dicción y esas frases eternamente entrecortadas –bien por los fallos de la línea telefónica, bien por las partes del diálogo del interlocutor al otro lado del teléfono que no podemos escuchar, bien por esas palabras que no salen, ahogadas en los labios antes de ser pronunciadas–, convierten la labor de la solista en un cautivador ejercicio de canto e interpretación.
Igualmente complicado el trabajo de Pedro Halffter al frente de la BOS, en una posición muy poco cómoda para él, de espaldas a lo que ocurre en escena, pero que solventó fantásticamente, siempre atento a la solista, dejando a la música marcar sus propios ritmos para que cuente, entre acordes y silencios, todo lo que el texto no dice. Lástima que la producción de Azorín, en un exceso de optimismo, deje también sin expresar –como tan a menudo sucede con las enfermedades mentales– la realidad del trágico final.
La segunda obra de este programa doble, Eine florentinische Tragödie, nos devuelve musicalmente cuarenta años atrás, por lo que el lenguaje con el que nos encontramos presenta marcadas diferencias. Sin embargo, la temática de engaños, infidelidades y desamores enlaza ambas obras, además de la escenografía, que mantiene el mismo cuarto de baño de estética vintage y aires de una temprana industria cinematográfica como centro de la acción –a pesar de que, en esta segunda obra, y a diferencia de la primera, queda algo escaso para soportar la línea argumental y la tensión dramática–. De nuevo el vestuario de Ana Garay se convierte en parte activa de la puesta en escena, pero esta vez queda eclipsado por la iluminación y los movimientos escénicos, que recobran el dominio del espacio una vez que la orquesta se ha reubicado en el foso.
De esta recolocación de los músicos en su lugar habitual disfrutó notablemente Pedro Halffter, más relajado y más dueño del control musical, por lo que en esta segunda obra se le vio con un gesto más rotundo, enérgico y efectivo, obteniendo de la BOS una altísima calidad musical; pero, en ese sonido amplio, perdió el equilibrio con los cantantes, haciéndolos casi desaparecer en muchos momentos. Bien es cierto que el tipo de escritura limita el desempeño vocal, con esos largos y difíciles pasajes de sprechgesang al estilo wagneriano, en los que encontrar el punto justo entre dicción, impostación y volumen es casi un número de malabarismo, pero el barítono Carsten Wittmoser se vio claramente perjudicado. Afortunadamente, su mórbido y oscuro timbre, así como su gran interpretación, compensaron un poco la decepción causada por la dificultosa escucha. El timbre más metálico del tenor Giogio Berrugi sobresalía mejor, pero su menor participación y algunas dificultades en el registro agudo no permitieron el esperado lucimiento. Nicola Beller Carboni tuvo aquí la oportunidad de mostrar un canto con más línea y melodía, pero el desequilibrio con la orquesta y la brevedad de sus intervenciones tampoco favorecieron a la soprano.
Al menos el sorprendente final pudo escucharse claramente, dejando, como ha sido la tónica en ambas obras, dudas, silencios e interrogantes que llenaron la velada de puntos suspensivos…