Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 24/05/2022. Euskalduna Jauregia. 70 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
Madama Butterfly, tragedia japonesa de Giacomo Puccini. Libreto de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa basado en el relato corto de J.L. Long y el drama de David Belasco. Estreno: Teatro alla Scala de Milán, 1904.
Cio-Cio San – Maria Agresta; Pinkerton – Sergio Escobar; Suzuki – Carmen Artaza; Sharpless – Damián del Castillo; Goro – Jorge Rodríguez-Norton; Kate Pinkerton – Marta Ubieta; Yamadori y Comisario – José Manuel Díaz; Tío Bonzo – Fernando Latorre; Yakuside – Gexan Etxabe; Oficial del registro – Javier Campo; Madre de Cio-Cio San – Eider Torrijos; Tía de Cio-Cio San – Leyre Mesa; Prima de Cio-Cio San – Olga Revuelta; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Dirección musical – Henrik Nánási; Asistente de Dirección musical – Pedro Bartolomé; Dirección de escena, escenografía y vestuario – Stefano Monti; Asistente de Dirección de escena – Daniel Kosttàs; Iluminación – Eva Bruno; Coreografía y bailarina – Monique Arnaud; Maestros repetidores – Itziar Barredo e Iñaki Belasco; Producción – Fondazione Teatro Comunale di Modena.
El teniente John Benjamin Pinkerton es absolutamente despreciable. Mezquino, egoísta, sinvergüenza, deshonroso, engreído, mentiroso, soberbio, miserable, caprichoso, aprovechado –podría seguir, créanme, la lista es larga– y cobarde. Sobre todo, cobarde. Probablemente no hay personaje en el catálogo operístico que genere más rechazo. Y eso que villanos hay muchos –no son exclusiva de Marvel, Disney o las películas del oeste–, pero el marinerito yankee se lleva la palma.
Ahora bien, ¿qué le hace especial a Pinkerton? ¿Qué tiene que no tenga, por ejemplo, el barón Scarpia de Tosca? Pues que, quien más, quien menos, se ha cruzado alguna vez en la vida con un Pinkerton que se ha aprovechado de la inocencia y la buena fe de los demás para beneficio propio a sabiendas del mal que estaba causando y que luego, a la hora de enfrentarse a las consecuencias, ha desaparecido como en un mal truco de magia tras una bomba de humo, sin atreverse a dar la cara. Y no solo en cuestión de exparejas –que también–, sino en cualquier ámbito de la vida. Todo el mundo tiene un Pinkerton que, por más tiempo que pase, le sigue revolviendo las tripas.
Y si Puccini plasma como nadie esa vileza dando credibilidad al personaje hasta el punto de que el espectador pueda llegar a indignarse con el tenor que, seguramente, nada tenga que ver con el abyecto Pinkerton –prodigiosa capacidad del auténtico verismo–, qué decir del personaje de Butterfly. En un asombroso ejercicio psicológico, Puccini extiende en apenas dos horas y media de música toda una gama inmensa de sutiles matices, intenciones y tintes que muestran con cruda intensidad la transformación de la dulce Butterfly en una desgarrada –y desgarradora– Cio-Cio San. En una obra repleta de contrastes –Oriente y Occidente, tradición y progreso, ingenuidad y malicia, honor y perfidia, vida y muerte…– el genio de Luca esconde en un aparente juego de blancos y negros uno de los personajes de la historia de la ópera que más gamas de grises despliega en su interpretación.
El rol de Cio-Cio San pasa de ser una niña cándida, enamorada e ilusionada a convertirse en una madre entregada, una mujer traicionada y un juguete roto. Destrozada, humillada, olvidada, ridiculizada y reducida a la nada hasta despojarla de lo único que tiene valor para ella, el hijo fruto del espejismo de un amor, pero al mismo tiempo valiente, digna, orgullosa y, de algún modo, también poderosa en su indefensión y fragilidad. Y esta evolución interpretativa del personaje es todo un reto más allá de las dificultades técnicas de la partitura –que las hay, y muchas– que Maria Agresta afrontó con absoluto dominio en este último título de la temporada de ABAO Bilbao Opera.
La soprano italiana supo plasmar la inocencia y ternura de la jovencísima geisha en un canto limpio, pequeño y contenido, con agudos sorprendentemente blancos y graves apenas esbozados, que en el segundo acto se transforma en una voz amplia, generosa, expresiva, igualmente cómoda tanto en los ricos agudos como en los carnosos graves, que lo mismo se deleita en hermosos y delicados filados como se desborda en poderosos y arrebatados pasajes, elevando en todo momento por encima de la orquesta –cual mariposa– su cautivadora voz. Una actuación, en definitiva, de tal calado, complejidad y perfección que es imposible no caer rendido ante ella.
El resto del elenco pareció borroso a la sombra de tan sobresaliente interpretación, pero no por ello su desempeño fue menor, sino que configuraron un buen soporte para el difícil papel protagonista. Al excepcional trabajo de la soprano hay que sumar la buena participación de Damián del Castillo como Sharpless, con una voz cálida, envolvente y vibrante, aunque de expresividad algo contenida que endureció ligeramente la interpretación. Fabulosa también Carmen Artaza en su papel de Suzuki. Sorprendió su color, algo claro para una mezzo, casi asopranado, pero su elegancia en el fraseo, su estudiada modulación y su comodidad en escena mostraron una interesante voz a la que seguir la pista. Bien también el Goro de Jorge Rodríguez-Norton, de canto adelantado y buena proyección, con un atractivo toque metálico, que supo poner en los complicados parlati que cuajan sus intervenciones toda la intención que el personaje necesitaba.
La valiente voz del tenor Sergio Escobar, sin embargo, pese a un trabajo muy bien defendido, no lució con el brillo habitual que tan buen sabor de boca nos dejó hace poco más de un mes en Alzira. Con voz bien timbrada, como acostumbra, pero con momentos algo opacos y un ligero abuso del portamento a la hora de afrontar las notas agudas, dejó entrever pequeñas dificultades que, muy probablemente, se deban a cierto cansancio vocal.
Muy correctos José Manuel Díaz y Fernando Latorre –casi irreconocible caracterizado de Bonzo–, comprimarios habituales en el Euskalduna y siempre cumplidores, y Marta Ubieta interpretó acertadamente el incómodo papel de esposa de Pinkerton aunque la tesitura grave de las frases de ésta no dejaron escuchar el brillo habitual de la voz de la soprano bilbaína. Lamentablemente, el uso de la amplificación para las intervenciones internas del Coro de Ópera de Bilbao deslució completamente su participación, perdiéndose el empaste y dejando escapar voces sueltas que no tuvieron su mejor día, quedando para el olvido –más que para el recuerdo– una desafortunada intervención en el famosísimo coro a bocca chiusa.
En cuanto a la dirección musical, triunfó bajo las órdenes de Henrik Nánási. Tras unos tensos –y largos– primeros minutos de búsqueda de equilibrio entre foso y escenario, el húngaro consiguió encontrar el punto en el que, dejando fluir las voces sin esfuerzo, la Bilbao Orkestra Sinfonikoa pudiera sonar también con riqueza y empaque. Y, aunque Nánási no aportó nada destacable, permitió a la orquesta hacer gala de su buen oficio en el foso, con profusión de planos sonoros, texturas y colores orquestales en una partitura que mezcla con deliciosa complejidad verismo y exotismo a partes iguales.
La escenografía de Stefano Monti –también responsable de la dirección escénica y del vestuario–, salvo por unas –totalmente prescindibles– rocas con extraña apariencia y, al parecer, cierta connotación sexual que han suscitado más polémica de la comprensible, estuvo ajustada a una concepción clásica y funcional del libreto, que se agradece enormemente en una ópera en la que el contexto histórico lo es todo. Igualmente acertado el vestuario con su gama de colores y estampados, que se trasladaba además a los paneles corredizos y los juegos de luces. La dirección escénica, aun siendo sencilla, estuvo agradablemente marcada por la exquisita participación de la coreógrafa y bailarina Monique Arnaud.
Madama Butterfly es una tragedia, sí, pero, pudiendo ser la historia de un oprobio, pudiendo ser la historia del infame Pinkerton –ese personaje, real o figurado, que nos provoca ardor de estómago–, es una historia de trascendencia, de renuncia y de transformación; es la historia de una mariposa que asume su efímera y frágil existencia con el aplomo de quien conoce bien la fe de las orugas.