Il trovatore: El traje nuevo del emperador
Bilbao, 20/05/2023. Euskalduna Jauregia. 71 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
Il trovatore, ópera de Giuseppe Verdi. Libreto de Salvatore Cammarano basado en El trovador de Antonio García Gutiérrez. Estreno: Teatro Apollo de Roma, 1853.
Leonora – Anna Pirozzi; Azucena – Ekaterina Semenchuk; Manrico – Celso Albelo; Conte di Luna – Juan Jesús Rodríguez; Ferrando – Riccardo Fassi; Inés – Belén Elvira; Ruiz – Gerardo López; Un gitano – David Aguayo; Un mensajero – Martín Barcelona; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Leioa Kantika Korala; Dirección Leioa Kantika Korala – Basilio Astulez; Dirección musical – Francesco Ivan Ciampa; Asistente de Dirección Musical – Pedro Bartolomé; Dirección de escena – Lorenzo Mariani; Asistente de dirección de escena – Filippo Rotondo; Escenografía y vestuario – William Orlandi; Asistente de escenografía y vestuario – Francesco Bonati; Iluminación – Fabio Barettin; Vídeo-proyecciones – Mattia Diomedi; Maestros repetidores – Itziar Barredo e Iñaki Belasco; Producción – Teatro La Fenice di Venezia.
Nora Franco Madariaga/
No es ningún descubrimiento que los cuentos y, sobre todo, los cuentos clásicos, esos que vienen de antiguo y tienen versiones similares en diferentes puntos geográficos e incluso en distintas culturas, no sólo sirven para entretener niños, sino que han sido portadores y transmisores de numerosas y útiles enseñanzas. Es cierto que a las versiones edulcoradas, deslavadas y –cada vez más– tendentes a la corrección política que tenemos hoy en día les va quedando cada vez menos de su sentido original, y ya no digamos a los cuentos que han pasado por el filtro de la factoría Disney, pero, sin entrar a valorar lo conveniente o no de esta evolución, es innegable que los cuentos han llegado hasta nuestros días transmitiendo de generación en generación los conocimientos, experiencias, valores e identidad de cada comunidad gracias a la tradición oral.
En el caso de los cuentos, madres y abuelas han sido las depositarias de esta tradición pero, a lo largo de siglos de historia, encontramos otros importantes comunicadores como ancianos, sacerdotes, maestros y artistas, entre los que, durante una larga y prolífica época, destacaron juglares y trovadores. Sí, trovadores como el que da título a esta ópera que, aunque en el desarrollo de la narración se incide sobre este hecho casi a modo de excusa argumental, da muchas pistas sobre la verdadera historia de Manrico, puesto que los trovadores solían pertenecer mayoritariamente a las clases nobles, muy alejado de lo que se esperaría del supuesto hijo de una bruja gitana, haciéndose la obra spoiler a sí misma desde el propio título.
Y es que el libreto de esta ópera, basado en una obra de teatro Antonio García Gutiérrez –autor también de la historia de Simón Bocanegra–, es, por una vez, un argumento muy telenovelesco pero consistente, congruente y atractivo. Y eso se nota, no sólo en el interés del libreto de Cammarano, sino en la firme base que proporciona para la composición musical. No en vano Il Trovatore es una de las óperas más redondas, conocidas y apreciadas del de Busseto.
Pero Verdi, cuando se lo propone, es mucho Verdi. Y no basta con seguir todas las notas de la partitura –que son muchas y complicadas–: interpretar bien Il Trovatore requiere un cuarteto vocal de máximo nivel –«No se puede hacer Trovatore sin las cuatro voces más bellas del mundo», decía Carusso– y una dirección musical especialista y carismática que sepa conducir una obra de este calibre. Consciente de las necesidades de esta obra de altísima exigencia musical y vocal, ABAO Bilbao Opera presentó un elenco con grandes nombres de la lírica actual.
En el rol de Leonora, Anna Pirozzi mostró una voz llena, corpórea, pero al mismo tiempo ágil y rica en armónicos lo que, además de brillo y plenitud, aportó vuelo al canto de la napolitana, pese a que una dolencia transitoria le restó parte de la limpidez acostumbrada; con unos graves poco presentes, casi difuminados, destacó, sin embargo, su rotundo centro y un registro agudo poderoso, aunque escaso de dulzura, no tanto en la intención como en el color, ligeramente ácido –debido, probablemente, a su estado de salud–.
La mezzosoprano Ekaterina Semenchuk como Azucena cantó con voz cálida, aterciopelada y voluptuosa, con graves sonoros, oscuros y timbrados –con esa voz de enorme atractivo asentada en el registro de pecho que le es tan característica–, bien equilibrados en el extremo superior con agudos cómodos, amplios y sin aristas; sorprendió su extensión dinámica –capaz de las más delicadas sutilezas pero también de generosos y bien proyectados volúmenes–, que enriqueció enormemente la gran interpretación que regaló de este personaje tan complejo.
El Conte di Luna, otro personaje de gran trasfondo en la trama, fue encarnado por el barítono Juan Jesús Rodríguez, quien exhibió una fabulosa y elegante línea de canto, haciendo alarde tanto de técnica como de vocalidad verdiana por colores e inflexiones. Con derroche de voz en los agudos y un timbre de bellísimo destello metálico, dibujó su aria del segundo acto “Il balen del suo sorriso” con finura y pasión a partes iguales. Dramáticamente impecable, demostró por qué es digno merecedor del premio Tutto Verdi a la mejor voz masculina, que la asociación bilbaína le ha otorgado recientemente.
En su debut en el papel de Manrico –uno de los más complejos y exigentes de todo el repertorio–, el tenor Celso Albelo tuvo un desempeño desigual, alternando una voz libre, franca, generosa y de hermoso color con otra a veces excesivamente controlada, sujeta a los resonadores nasales y de menor belleza –recurso lógico y casi inevitable cuando se está ante un rol de estas características, más si cabe cuando el cantante tinerfeño está en plena ampliación de su repertorio verdiano–. Albelo se enfrentó al papel con bravura pero también con madurez y estudiado lirismo, estableciendo las bases para el que podría llegar a ser un Manrico de referencia.
Muy bien Riccardo Fassi como Ferrando, con una voz sugerente e interesante, dúctil y cómoda en todo el registro. Bien también Belén Elvira, con su personalísima voz oscura, así como el resto de comprimarios, correctos en sus breves intervenciones.
Es necesario señalar la notable participación del Coro de Ópera de Bilbao, con perfecto empaste y ajustados en tempo, incluso en las complicadas intervenciones internas, gracias, en gran parte, al magnífico trabajo desde el podio de Francesco Ivan Ciampa quien, con gesto elegante y grandes dosis de energía, controló firmemente y en todo momento lo que sucedía sobre y bajo el escenario, mimando la labor de los cantantes, manteniendo los delicados equilibrios y dominando los tempi, en una fantástica labor de concertación, capitaneando así una versión entregada, sólida y coherente que la Bilbao Orkestra Sinfonikoa completó a un altísimo nivel.
La dirección escénica de Lorenzo Mariani, con escenografía y vestuario de William Orlandi, prometía oscuridad, inspiración cinematográfica –El séptimo sello de Ingmar Bergman, nada menos–, misterio y metafísica en un inmenso escenario dividido en varios niveles –gracias a Dios, parece que aquella época de los omnipresentes planos inclinados ha quedado definitivamente superada–, pero, ni la oscuridad encubre ni la metafísica llena un escenario de más de 250 m2completa e impúdicamente desnudo, salvo por el escasísimo y básico –básico, pero al mismo tiempo superfluo– atrezzo, escogido entre la línea más sencilla del catálogo de una conocida y económica marca sueca de elementos para el hogar. Además, incomprensiblemente, estas pocas piezas de mobiliario eran metidas y sacadas de escena cada vez a la vista del público, en un muy poco ágil ejercicio de continuidad escénica. Salvaron los muebles –perdónenme el chiste fácil– el gran trabajo de iluminación de Fabio Berettin y las videoproyecciones de Mattia Diomedi, que ayudaron a crear distintas atmósferas, pero el vestuario atemporal –en el que lo único que diferenciaba un soldado del ejército de Aragón de un gitano de los montes de Vizcaya era una especie de turbante rojo– no ayudó a mejorar el conjunto. La dirección de actores tampoco destacó especialmente: plana y fría, no animó en absoluto a los solistas, abandonándolos desabrigados en mitad de la escena. Menos mal que las voces llenaron lo que la escenografía no pudo y que aprendimos mucho de los cuentos infantiles que la tradición oral nos ha hecho llegar y sabemos, como el niño que presenciaba el desfile, que no es cuestión de telas mágicas –ni de metafísica–, sino que el emperador está desnudo.