Quincena Musical: La Filarmónica de Rotterdam sirve los entrantes del festival
San Sebastián, 03/08/2023. Auditorio Kursaal. Rotterdam Philharmonic Orchestra. Lahav Shani, director. Pablo Ferrández, violoncello. Concierto para violoncello n.1 en Mi bemol Mayor, op. 107 de D. Shostakovich y sinfonía n.6 en si menor “Patética”, op. 74 de P.I. Tchaikovsky.
San Sebastián, 04/08/2023. Auditorio Kursaal. Rotterdam Philharmonic Orchestra. Lahav Shani, director. Orfeón Donostiarra. Jon Urdapilleta, director del coro. Chen Reiss, soprano; Carmen Artaza, mezzosoprano; Matthew Newlin, tenor; José Antonio López, barítono. Sinfonía n.9 en re menor “Coral”, op. 125 de L. van Beethoven. Donostia, Kursaal. 04/08/2023.
Nora Franco Madariaga/
Ha comenzado agosto con un tiempo muy nuestro, muy cantábrico –muy poco veraniego–, y el pasado jueves, en la inauguración del ciclo principal de Quincena en el Auditorio Kursaal, en lugar de abanicos, gafas de sol y helados, se encontraron paraguas, gabardinas y cafés calentitos, pero las mismas ganas y la misma expectación de cada año. Y es que abrir Quincena con la Rotterdam Philharmonic Orchestra es apostar a caballo ganador: una formación de altísimo nivel, vieja conocida del festival –años 11, 14 y 18–, con un sonido propio muy trabajado, y que esta vez llegaba con un nuevo y joven director israelí, Lahav Shani, para interpretar un repertorio ruso de mucho voltaje y, al día siguiente, la archiconocida y muy celebrada por el público novena sinfonía de Beethoven.
La primera obra de la velada inaugural, el concierto para cello n.1 de Shostakovich, comenzó con las firmes notas del solista Pablo Ferrández, que está en un momento fabuloso de su carrera, en medio de una trayectoria ascendente imparable. El joven madrileño consiguió de su instrumento un sonido presente, vibrante y enérgico, pero también un color más cálido, redondo y reflexivo en movimientos más melódicos como el segundo o la cadenza, de marcado y melancólico acento ruso. Con fraseo elegante y muy expresivo –que la orquesta supo secundar con el mismo aire delicado y emocional–, Ferrández fue poco a poco creando de nuevo el tono inquieto del primer movimiento, hasta que la orquesta retomó el tempo inicial, cada vez más vertiginoso e intenso, para terminar en un final lleno de brío y brillantez.
En la segunda parte, con una orquesta mucho más nutrida para la sexta sinfonía de Tchaikovsky, se pudo apreciar con mayor detalle el sonido de la formación holandesa y el trabajo de Shani, quien aprovechó los pasajes más líricos para dotar de desbordado romanticismo a esta sinfonía de corte clásico,construyendo una versión completamente personal cargada de contrastes.
Dentro de un fabuloso sonido monolítico de la RPhO, sin fisuras, sin secciones más débiles que otras, destacó la sutil y amplísima gradación de la escala dinámica, con un sonido rotundo y poderoso que parecía no tener límite en el extremo forte.
Llamó la atención, también, el férreo control de Lahav Shani sobre la tensión, administrando la energía con inteligencia, como en el tercer movimiento y su continuo crescendo. Pero lo que más sorprendió, sin duda, fue la absoluta compenetración entre director y orquesta, reaccionando ésta con inmediata y compacta respuesta al gesto amplio y sencillo del israelí, que dibujó con sus largos brazos tempos, intensidades y expresivos rubatos, demostrando que, no sólo no tiene nada que envidiar a sus carismáticos antecesores Gergiev y Nézet-Séguin, sino que tiene un estilo propio definido y vehemente que, por ahora, le augura un prometedor futuro.
Al día siguiente, la filarmónica de Rotterdam interpretó la sinfonía n.9 de Beethoven, uno de los grandes hitos en la Historia de la música, una obra absolutamente sorprendente y arriesgada que abandona las formas rígidas del Clasicismo para empezar a adentrarse en la libertad de lo que llegará a ser el Romanticismo, que introduce la voz humana y la convierte en protagonista en una obra conceptualmente instrumental, que toma un poema humanista de Schiller y lo utiliza como guía, como hilo programático para el movimiento final de la obra, dotándola de un significado real, mucho más concreto, claro y universal que el de cualquier otra sinfonía escrita hasta ese momento. La Novena es, sin la menor duda, una obra excepcional que, ya desde su estreno en 1824, viene cautivando a cualquier oyente con su fuerza, su belleza y su pasión. Esto es así, es un hecho. Pero lo es de igual manera que su fama la ha convertido en una pieza que no puede faltar en cualquier disco de greatest hits –grandes éxitos– de la mal llamada música clásica y que lo mismo suena en un anuncio de la tele, que la ponen de fondo en cualquier evento con cierto aroma europeísta, que se presta a ser versionada por Miguel Ríos o a ser –literalmente– ejecutada por los niños en el cole con su flauta de pico –imposible llamarla flauta dulce en este caso–.
La novena sinfonía de Beethoven se ha convertido, cuando menos, en una manida obra de repertorio para cualquier orquesta. Y la RPhO no se escapa. Cuando algo se interpreta tantas y tantas veces, cuando se han tocado tantas y tantas versiones, por muy bella y trascendente que sea la obra hay una cierta inercia inevitable, un peso, una reluctancia que lleva a las orquestas a volver una y otra vez a los caminos trillados. Así, a diferencia del concierto del jueves, la conexión entre la formación neerlandesa y su director fue menor, dificultando la labor del israelí y obligándole a un mayor esfuerzo para conseguir la respuesta deseada.
De nuevo el sonido de la orquesta de Rotterdam fue grande y poderoso, sin grietas, aunque en esta ocasión hubo más espacio entre secciones para jugar con los planos sonoros. Fantástica la cuerda de contrabajos, con un sonido de gran presencia y cálido color en el primer movimiento, así como las trompas, de gran redondez y claridad.
El segundo movimiento, tan vitalista, sufrió especialmente la lucha de tempi entre aquél al que arrastraba la orquesta de forma natural y el que Shani quería imponer, mucho más vivo, provocando que todo el movimiento sonase un poco precipitado, desasosegado, a pesar de que la coherencia respecto a los otros movimientos fuera la adecuada.
Con el tercer movimiento llegó el esperado reposo, con las cuerdas graves marcando un pulso estable y cómodo. Fue aquí donde el joven israelí intentó marcar su diferencia y sello, estirando el fraseo, suave, elegante y mórbido, pero poco se puede aportar a una obra tantísimas veces interpretada.
El esperado cuarto movimiento no defraudó. La enérgica versión de Lahav Shani fue irreprochablemente secundada por la orquesta, así como por un Orfeón Donostiarra que demostró que domina la obra, con una gran labor de empaste y sonoridad, así como un destacable trabajo temático en la doble fuga y un exquisito mimo en las entradas en pianissimo. Los solistas tuvieron también un destacable desempeño:la soprano Chen Reiss cantó con voz dulce y de agudo cómodo mientras que Carmen Artaza, en el discreto papel que escribió Beethoven para la mezzo, aportó un color cálido y vibrante; muy bien el barítono José Antonio López, con voz potente pero amable en el canto, y sorprendente pero muy adecuado el timbre del tenor Matthew Newlin, menos heroico que los tenores habituales, menos penetrante, pero de voz más redonda y homogénea, sutil y bien modulada.