Quincena: Hahn y Andra Mari ponen las guindas al harinoso pastel de la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen
San Sebastián, 29/08/2023. Auditorio Kursaal. Die Deutsche Kammerphilharmonie Bremen. Omer Meir Wellber, director. Hilary Hahn, violín. Obertura de “Don Giovanni”, Concierto para violín n.5 en La Mayor “Turco” y Sinfonía n.1 en Mi b Mayor de W.A. Mozart y Sinfonía n.2 en Si b Mayor de F. Schubert.
San Sebastián, 01/09/2023. Auditorio Kursaal. Die Deutsche Kammerphilharmonie Bremen. Omer Meir Wellber, director. Andra Mari Abesbatza. Andoni Sierra, director del coro. Heidi Stober, soprano; Rachel Frenkel, mezzosoprano; Martin Mitterrutzner, tenor; Stefan Cerny, barítono. Sinfonía n.1 en Do Mayor de L. van Beethoven y Missa “Nelson” de J. Haydn.
Nora Franco Madariaga/
Es curioso el concepto tan amplio –literalmente– que se tiene de las orquestas de cámara en Europa. Esta Quincena se pudo observar primero con la Chamber Orchestra of Europe y los días 29 de agosto y 1 de septiembre se pudo constatar con Die Deutsche Kammerphilharmonie Bremen, que les faltó alguien que toque el triángulo –por decir un instrumento pequeño, que no se ofenda ningún percusionista– para ser una orquesta sinfónica o una Philharmonie sin el Kammer.
Y no es que esto tenga demasiada importancia, pero cuando uno va a escuchar una orquesta de cámara, prevé una orquesta pequeña –o mediana, como mucho– con un empaste exquisito y un sonido, articulación y fraseo trabajados con ese mimo que no se puede conseguir en una formación grande… cosa que no sucedió con la de Bremen.
Programar como primera pieza del primer concierto la obertura de “Don Giovanni” de Mozart apuntaba como un buen acierto para presentar en una obra breve y contundente el sonido de la agrupación y mostrar de lo que es capaz en cuanto a colores, dinámicas y timbres orquestales. Pero el sonido, pese a ser poderoso –mucho más de lo que uno espera de una orquesta de cámara, obviamente– y estar bien desarrollado, flojeó en precisión y limpieza.
Con la segunda obra, el concierto para violín n.5, también de Mozart, mejoró notablemente el nivel musical, gracias, básicamente, a la violinista estadounidense Hilary Hahn, que tocó la parte solista con un sonido limpio y nítido, de una agradable calidez y muy cantarín. Irradiando esa reconocible sensación de facilidad, sencillez y naturalidad que solo saben transmitir los grandes instrumentistas, la cadencia del primer movimiento consiguió que toda la sala contuviera la respiración hasta la nota final –aunque eso provocó acto seguido una sinfonía de toses y papeles de caramelos hasta bien entrado el segundo movimiento–. En el adagio mostró un sonido de más peso y profundidad, acorde con el carácter del movimiento, para recuperar la liviandad del movimiento inicial en el rondó. Y, aunque nuestro oído del siglo XXI apenas encuentre esas notas exóticas que le valieron en sobrenombre de “Turco”, el movimiento sí que presentó claramente ciertos juegos con la orquesta, algunos pasajes rítmicos y una carácter virtuosístico de gran originalidad.
La segunda parte, ya sin la solista, recuperó –lamentablemente– el tono de la obertura. La sinfonía n.1 de Mozart, simple y casi naïf en su sencillez, fue completamente prescindible salvo porque dejó asomar el germen de lo que llegará a ser el genio de Salzburgo –no olvidemos que está compuesta a sus tiernos 8 años y con la férrea mano guía de su padre Leopold– y, sobre todo, porque tiene ya la personalidad extrovertida, explosiva y el carácter irreductible que acompañará a Mozart durante toda su vida.
El director israelí Omer Meir Wellber estuvo atento y expresivo, pero un gesto tal vez demasiado amplio le restó elegancia y eficacia, teniendo que ayudarse excesivamente con la corporalidad.
La segunda sinfonía de Schubert tampoco mejoró la tónica general, con pasajes de la cuerda muy poco limpios, un ajuste laxo, mucho volumen, tiempos algo forzados y un fingido éxtasis final que llevase al chispún y al aplauso automático.
La propina trajo de nuevo a la solista Hahn al escenario –además de mostrarnos las habilidades de Wellber con el acordeón– para ofrecernos un inesperado “Ave María” de Piazzola, tan desgarbado como el resto de la velada.
Y si el martes la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen sorprendía con un sonido vehemente que anteponía versiones efectistas en busca del aplauso a versiones pulidas y detallistas, el concierto del viernes corroboraba esta sensación.
La primera sinfonía de Beethoven es una obra que, si bien está cargada de atrevidas novedades para la época, tiene un aire general tiernamente comedido y pudorosamente clásico que, sin embargo, no se alcanzó a apreciar en toda su elegancia. Apropiándose de esos clásicos sforzandi tan beethovenianos, Omer Meir Wellber los aprovechó para impulsar en dinámica y tempo a la formación de Bremen, alcanzando un volumen excesivo y un carácter precipitado en el primer movimiento. El segundo, más sereno, proporcionó una escucha mucho más agradable y musicalmente más rica, aunque forzó nuevamente –de forma totalmente innecesaria– el aplauso entre movimientos.
La tercera fue la más elaborada de las partes, con mayor riqueza dinámica y trabajo de texturas; pero, queriendo anticipar un final explosivo, el director israelí acumuló demasiada energía desde el inicio del movimiento sin una buena administración de la tensión musical, lo que crispó la interpretación hasta la –esta vez sí– genuina liberación del aplauso final.
La segunda parte del concierto trajo consigo la obra esperada de la noche: la Missa “Nelson”. Wellber, fiel a su línea, ofreció una versión extrovertida, algo –en ocasiones más que algo– desbocada y en absoluto espiritual. Elaborando una lectura de la misa de carácter operístico, dirigió semioculto desde la banqueta de un fortepiano, resultando sus indicaciones insuficientes o poco claras, lo que provocó la pérdida de muchos matices en la obra que hubiesen resultado de mucha más utilidad musical que el uso de este instrumento, acústicamente prescindible dentro del volumen general.
Con el eje del arco dinámico de la obra desplazado hacia el forte, el tenor Martin Mitterrutzner también salió perjudicado, desapareciendo la voz adelantada y de timbre claro del tirolés bajo el sonido de timbales y trompetas. La mezzosoprano Rachel Frankel, de voz redonda y agradablemente oscura, entre el escaso protagonismo de su partitura y la amplitud sonora imperante, también permaneció oculta a los oídos del público hasta el inicio del Agnus Dei. Con una tesitura amplia y cómoda en ambos extremos del registro y ese bello color de mezzo, hubiese sido interesante escucharla en un papel más destacado y, sobre todo, con menos “ruido” alrededor.
La partitura sí ofreció la oportunidad de apreciar con claridad tanto al bajo como a la soprano. Stefan Cerny cantó con voz grande y oscura, de graves térreos y agudos solventes, pero sin finura. De fiato reseñable, la línea de canto no estuvo, sin embargo, tan bien dibujada como hubiera sido deseable. La soprano Heidi Stober, por el contrario, cantó con un hilo bien desarrollado, direccionado y muy atento a la prosodia de los textos litúrgicos. Con voz llena, corpórea y bien proyectada, se vio forzada en algunos momentos por el nivel sonoro, cantando un poco por encima de su comodidad. No obstante, ofreció algunos de los momentos más destacados de la velada, como el Et incarnatus que, pese a todo su buen hacer y emocionante interpretación, no tuvo en la versión de Wellber el recogimiento y reverencia al que invita la religiosidad del pasaje.
El coro Andra Mari, verdadero protagonista de la obra, presentó un trabajo muy bien preparado, atento a articulaciones y texto, y especialmente cuidadoso en las partes fugadas –como es el caso de In gloria Dei Patris–, pese a las escasas indicaciones del director. Con un trabajo muy inteligente de control de energía, el coro respondió con bastante serenidad a la exigencia sonora del israelí, aunque algún pasaje terminara sonando forzado. El coro, equilibrado y con muy buen sonido –incluso en los exigentes agudos de las sopranos– fue, sin ninguna duda, lo mejor de la velada, poniendo la merecida guinda a la octogésima cuarta edición de Quincena.