Alexandra Dovgan: Cuestión de tiempo
San Sebastián, 19/08/2024. Teatro Victoria Eugenia. Alexandra Dovgan, piano. Obras de L. van Beethoven, R. Schumann, J.S. Bach, S. Rachmaninov y A. Scriabin.
Nora Franco Madariaga/
Si Grigory Sokolov, considerado por muchos el mejor pianista actual del mundo y conocido por sus escasísimas declaraciones, dice que Alexandra Dovgan es una pianista sencillamente extraordinaria, no hay duda ni cuestión posible: lo es. «No es una niña prodigio. Es un prodigio, pero no toca como una niña», dijo Sokolov refiriéndose a esta jovencísima pianista. Hoy, a sus 17 años, ya no puede decirse de ella que sea la misma niña que con cuatro años y medio consiguió una plaza en la elitista Escuela Central del Conservatorio Estatal de Moscú, pero sí que toca de una manera prodigiosa, como demostró el lunes en un extraordinario recital en el Teatro Victoria Eugenia, dentro de la programación de Quincena.
Con una seriedad y un aplomo impropios de su edad, abrió el concierto con la Sonata n.31 de Beethoven, una de sus últimas, más maduras y mejor consideradas composiciones para teclado. El simple comienzo del dulce Moderato cantabile molto espressivo que da inicio a la obra bastó para darse cuenta de la asombrosa capacidad musical de esta joven: la pulcritud de la articulación, la nitidez y jerarquía de las diferentes voces, el control de cada pulsación, la liviandad en el uso del pedal… Pero lo que más llamó la atención fue su capacidad de otorgar a cada nota el peso justo y exacto decidido para ella, en relación con todas y cada una del resto de notas de la obra, en un ejercicio de estudio y organización musical rayano en lo enfermizo –y que recuerda tanto a la forma de preparar una obra de su maestro Sokolov–.
Su lectura de Beethoven fue etérea, volátil y, salvo el final, sin ese cuerpo romántico que se le suele dar, usando para ello tiempos estáticos que hacían de los silencios parte viva de la pieza, en una versión muy personal, meditada e insólita. Escuchar a Alexandra –lo correcto sería citarla como “Dovgan”, pero se hace difícil una fórmula tan formal para alguien tan joven– tocando a Beethoven, hacía pensar en el más complejo y delicado mecanismo de relojería, donde cada pieza, cada ruedecilla, cada muelle y cada engranaje está milimétricamente engarzado, contrapesado y engrasado para que el resultado sea simplemente perfecto. No hubo más que escuchar la fuga final para ver claramente el nivel de maestría y sutileza ante el cual nos enfrentábamos.
El de Schumann, con su Sonata n.2, fue un romanticismo mucho más turbulento; la pianista rusa interpretó la obra expresiva, intensa e impetuosa, aplicando al segundo movimiento un abrumador lirismo sentimental y brillando con el fuego de los pasajes de endiablada técnica y virtuosismo del tercero, que llevan hasta un cuarto movimiento vehemente, tocado con verdadero dominio e intención poética.
Tras la pausa, una obra peculiar, pues nos encontramos con Preludio, Gavota y Giga de la Partita para violín n.3 BWV de J.S. Bach transcrita para piano por Sergei Rachmaninov; una partitura que recoge el carácter de Bach, con todo su continente barroco, y lo sumerge en un pianismo romántico. De esta extraña fusión sacó la joven intérprete una enorme riqueza cromática, exuberante y fértil, además de exponer una demostración apabullante de virtuosismo y agilidad.
En la misma línea, las Variaciones sobre un tema de Corelli que tocó a continuación, también de Rachmaninov e inspiradas en la Sonata para violín, violone y clavecín de Arcangelo Corelli. Lo hizo con mucha fuerza, tanto física como interpretativa, en una versión muy pensada y coherente en la que cada variación presentó, más allá de lo escrito, una lectura creativa e interesante, musicalmente singular, dentro de una idea global cohesionada, madura y bien elaborada, en la que jugó con el pedal para crear ciertas atmósferas sonoras.
Es necesario destacar que, en la vigésima y última variación –y puede que también en la anterior– algunas notas de ese vertiginoso final no sonaron con la pulcritud acostumbrada, por primera vez en todo el concierto; y, lejos de ser un reproche, este levísimo desliz supuso un gran momento en la velada porque, mucho más allá del mezquino afán de “humanizarla”, estas pequeñas notas emborronadas mostraron un arrebato interno, una expresividad propia que hasta entonces no había aflorado.
Cerró el programa la Sonata n.2 de Scriabin, una obra de una cualidad mucho más líquida, un lenguaje mucho más libre, en el que se vio a Alexandra Dovgan más cómoda, más fluida, aunque este fluir fuera desde pequeños riachuelos cantarines de limpias aguas transparentes hasta turbios, espumosos y turbulentos cursos de agua, llenos de rápidos, remolinos y corrientes.
Digna alumna de Sokolov, terminó el concierto con el consabido ritual de entradas, salidas, saludos y propinas que, en este caso, sin llegar a las seis del maestro, se quedaron en cuatro. De estas propinas, independientemente de la exquisitez de las piezas escogidas y la minuciosidad de la interpretación, nos quedaremos con que se vio mucho más de la joven Alexandra, de la niña a la que le gusta mostrar lo que sabe hacer, de la adolescente a la que le gusta gustar, que en todo el recital, en el que se pudo admirar su extraordinaria madurez musical, su madurez interpretativa, su madurez técnica e incluso su madurez personal, pero faltó –si me permiten la pedantería– una madurez vivencial que solo pueden dar los años y las experiencias vitales y que aún falta para completar una forma de tocar que roza –de momento– la aséptica perfección. Aún falta, sí, pero llegará, no es necesario hacer nada: solo es cuestión de tiempo.
* Crítica publicada en www.naiz.eus el 20/08/2024