La Missa Solemnis de Beethoven: como una ola
San Sebastián, 23/08/2024. Kursaal. Euskadiko Orkestra. Jérémie Rhorer, dirección. Orfeón Donostiarra; José Antonio Saiz Alfaro, dirección. Chen Reiss, soprano; Victoria Karkacheva, mezzosoprano; Maximilian Schmitt, tenor; Hanno Müller-Brachmann, bajo. Missa Solemnis en Re Mayor Op. 123 de L. van Beethoven.
Nora Franco Madariaga/
Después del pequeño chasco con el Réquiem que cantó el Orféon Donostiarra el pasado día 18 en Quincena, la expectación por la Missa Solemnis era grande, y más cuando esta obra de Beethoven presenta unas dificultades interpretativas al límite de las posibilidades vocales en cuanto a registro y resistencia. No faltaban entre el público una buena dosis de morbo y otro tanto de preocupación.
La primera duda maliciosa se resolvió pronto, en cuanto los 114 integrantes del Orfeón Donostiarra –mismo número que para el Réquiem de Mozart– salieron al escenario, lo que puso en evidencia dos hechos: que el número de cantantes para el Mozart fue, en comparación, aún más desproporcionado de lo que ya pareció en su momento –si cabe– y que, vistos los resultados del concierto anterior, el coro iba a pasar, casi con seguridad, por serias dificultades durante esta Missa. Y, efectivamente –perdón por el spoiler–, así fue.
Comenzó la obra con el Kyrie, con una entrada del coro clara, vibrante y bien ajustada, y una orquesta sonora pero bien balanceada, atenta a los fraseos y los juegos de dinámicas que, por un momento, tranquilizaron las funestas perspectivas, haciendo esperar una versión bien trazada y expresiva, donde orquesta y coro brillasen como se merecen; pero, como suele decirse, poco dura la alegría en la casa del pobre, y pronto se empezó a percibir una falta general de garra por parte del Orfeón y un desequilibrio de volúmenes entre instrumentos y voces, donde estas últimas desaparecían eclipsadas por la orquesta en los pasajes de tesitura media, que auguraba una dirección menos firme de lo previsto, con el riesgo de zozobra que eso conlleva en una obra de ese calado.
Tras este decepcionante comienzo, el Kyrie dio paso a un Gloria que no hizo sino despejar cualquier duda que pudiera quedar: un Orfeón de ataques blandos y cuerdas completamente desequilibradas –y esto último no es culpa de la dirección, cada uno que asuma lo suyo– contra una orquesta monolítica. La fuga final de este número, dura y difícil, complicó aún más la ya tensa situación, con una encarnizada lucha en la que el director francés Jérémie Rhorer peleaba por mantener el gobierno del barco, la orquesta intentaba llegar a puerto con el piloto automático puesto, el coro hacía aguas y los solistas intentaban no naufragar, surfeando como podían en mitad de esta tormenta.
Tras unos segundos de necesaria pausa –necesaria para los esforzados intérpretes y para que el público recobrara el aliento que llevaba conteniendo toda la fuga–, la obra continuó con la que es, sin duda, la parte más larga, difícil y exigente de la Missa: el Credo. Y si el Gloria había dejado al aire todas las costuras de los intérpretes, el Credo y el creciente nerviosismo de Rhorer no ayudaron a taparlas. Si en el Gloria el director francés había intentado sujetar el timón, en el Credo abandonó el esfuerzo o, más bien, la obra le pasó por encima como un tsunami. Con un gesto alborotado, inestable y muy poco claro, provocó una respuesta por parte de la Euskadiko Orkestra en la que todo lo que parecía dispuesta y capaz de ofrecer en el primer movimiento –y que, muy probablemente, en otras manos hubieran ofrecido no solo sin dificultad sino con soltura– había sido sustituido por un solo bloque sonoro, en el que apenas se distinguían voces, planos o diálogos –salvo en las secciones más contrastantes–, denso, pesado y poco dúctil, cerrando filas para sostener el embate.
El Orfeón Donostiarra tampoco lució su mejor estampa. Pese a un buen trabajo de preparación y un incuestionable conocimiento de la obra –mejor y más concienzudamente trabajada y preparada que el Requiem, sin lugar a dudas–, el igualmente irrebatible desequilibrio entre las voces les pasó factura, con una cuerda de altos completamente desaparecida, sin sonido, claridad ni seguridad y una cuerda de sopranos falta de volumen de calidad –que no de número–, con agudos planos, sin cuerpo e incómodamente penetrantes –aunque es necesario felicitarlas por haber superado una obra como esta sin desfallecer, con la escritura tan increíblemente dura y casi vengativa de Beethoven con la que tienen que lidiar las sopranos–. Los hombres funcionaron algo mejor, aunque su menor número les dejaba en desventaja. Los tenores cantaron con bonito color –pero escasa sutileza, ademitámoslo–, aunque sufrieron en la zona aguda del registro, con un sonido más abierto, de menor calidad y poco controlado. La cuerda de barítonos-bajos fue la más homogénea y más segura, con un sonido más igualado en todo el espectro.
En cuanto a los solistas, la soprano Chen Reiss cantó con voz liviana y dulce, elegante y con presencia en todo el registro. La mezzosoprano Victoria Karkacheva lució un precioso color, con mucho cuerpo y disposición, pero en absoluto pesada. Muy buen trabajo de empaste entre ambas cantantes. El tenor Maximilian Schmitt mostró una voz muy clara y ligera, casi afalsetada, idónea para soportar las tesituras endiabladas que pide la obra, pero faltó un poco de cuerpo en la zona grave. Por el contrario, el bajo alemán Hanno Müller-Brachmann destacó en el extremo grave de su tesitura y, aunque su desempeño fue mejor que en el Mozart, los agudos tuvieron un sonido más abierto y el volumen fue acompañado de un amplio vibrato.
El Sanctus-Benedictus trajo consigo un poco de tranquilidad, pero Rohrer transformó el precioso pasaje orquestal anterior al Benedictus, de hermoso lirismo, en una masa blanda y grumosa, sin ninguna tensión ni dirección musical. Muy bien el solista de violín, el concertino invitado Igor Yuzefovich, quien, pese a luchar contra los elementos, tocó con sencillez, expresividad y delicadeza.
La obra terminó con un Agnus Dei sin grandes dramas –que ya es mucho–, pero anodino, lleno de desajustes de tempo y afinación, sin ninguna intención musical por parte de Rhorer, que dejó para el olvido una Missa Solemnis con más pena que gloria, demostrando que es una obra descomunal que no está al alcance de todos –al menos, no más allá de salvar los trastos–, y que pasó, como decía la Jurado, como una ola.