Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 18/01/2020. Euskalduna Jauregia. 68 Temporada de ABAO Bilbao Opera. Der fliegende Holländer (El holandés errante) de Richard Wagner. Libreto de Richard Wagner basado en Aus den Memorien des Herren von Schnabelewopski (Las notas del señor de Schnabelewopski) de Heinrich Heine, capítulo 7. Estreno: Königlich Sächsisches Hoftheater de Dresde, 1843.
Holländer – Sir Bryn Terfel; Senta – Manuela Uhl; Daland – Wilhelm Schwinghammer; Erik – Kristian Benedikt; Mary – Itxaro Mentxaka; Steuermann – Roger Padullés; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Coro EASO Abesbatza; Dirección Coro Easo – Gorka Miranda; Dirección musical – Pedro Halffter; Dirección de escena – Guy Montavon; Escenografía y vestuario – Hank Irwin Kittel; Iluminación – Guy Montavon y Florian Hanh; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Producción –Theater Erfurt.
Para poder entender y analizar cualquier obra musical es necesario contextualizarla dentro de un ámbito histórico, geográfico y artístico, y ayuda mucho también situarla dentro del plano personal del compositor. No es todo lo necesario, pero sí suele ser suficiente para que uno se haga una idea general de dónde, cuándo y por qué. Ahora bien, cuando hablamos de Wagner todo este “contexto externo” –llamémoslo así– se muestra ostensiblemente escaso para comprender, al menos de forma somera, todo lo que encierra una de sus óperas. Tendríamos que adentrarnos en temas armónicos, filosóficos, estéticos, poéticos, dramatúrgicos… para poder rascar un poco en la superficie de sus óperas o, como él las llamaba, dramas escénicos.
Y seguramente es esta complejidad teórica la que asusta a tantos aficionados. Es mencionar a Wagner y mudarse algunos semblantes. Demasiado largo, demasiado complicado, demasiado fuerte, muy repetitivo, un poco aburrido… suelen ser las excusas habituales de quien teme a Wagner. Como cualquier temor, nace en muchas ocasiones del desconocimiento; pero esa imagen de los helicópteros de Apocalypse now mientras suena la Cabalgata de las walkirias, esa caricatura cliché de la oronda cantante de ópera dando agudos alaridos con sus trenzas y su casco vikingo –que debería ser un casco alado, y no con cuernos–, esa imagen que tanto ha ayudado a construir Woody Allen de Hitler invadiendo Polonia mientras escucha música de Wagner, todas ellas bien afianzadas en nuestro imaginario colectivo, han dejado la reputación del compositor alemán bastante tocada.
Y, sin embargo, basta escuchar los compases iniciales del Preludio de Tristán e Isolda, la escena de Viernes Santo de Parsifal o, sin ir más lejos, la obertura del Holandés, para no sólo adentrarnos casi sin querer en el universo wagneriano, sino hacernos desear más. Cualquiera de estos fragmentos, en apenas un par de acordes, le quitará al melómano más miedoso cualquier prejuicio. Y, es más: me atrevo a apostar que la atenta escucha de cualquiera de estos pasajes puede llevar al interesado oyente a una comprensión íntima de la música de Wagner; un conocimiento que tal vez no sepa expresar, un conocimiento que seguramente no pueda analizar en rasgos metafísicos, poéticos o armónicos, pero que le llevará a interiorizar determinados patrones y recursos que hacen wagneriana la música de Wagner.
Estos momentos musicales no tienen el mágico poder de convertir a quien los escucha en un convencido fan de Wagner, no. Ni tampoco me atrevería a invitar a alguien a escuchar algunas de sus óperas sin un “entrenamiento” musical previo. Pero sí que sirven para disipar aprensiones y escrúpulos. Y, si hay una ópera de Wagner capaz de desmontar cualquier recelo, de principio a fin, es El holandés errante.
Para empezar, se trata de una ópera relativamente breve de sencillo argumento romántico, lo que desmonta la mitad de los prejuicios, pero solamente su obertura ya constituye toda una declaración de intenciones no solo de lo que vendrá después, sino de lo que Wagner entenderá como ópera –pocos años más tarde escribirá los libros La obra de arte del futuro y Ópera y drama, que plasman con detalle su particular concepción de la ópera como «obra de arte total»(Gesamtkunstwerk), pero El holandés errante ya apunta en gran medida hacia lo que será la quintaesencia de la música de Wagner–.
De metafórica forma paralela, el primer gesto de Pedro Halffter hacia la orquesta al comenzar esa obertura, lleno de energía, pasión y concentración, fue también un anticipo de lo que encontraríamos a continuación: una ópera bien conducida, equilibrada y dinámica. Mucho más cómodo en el repertorio alemán de lo que demostró en el pucciniano, Halffter dirigió con inteligencia, gesto firme y dosificada energía, prestando especial dedicación a la parte orquestal para darle ese protagonismo que Wagner quiso imprimir en la tormenta, el azote del mar y la fuerza del viento. Faltó, tal vez, mayor unidad en el hilo conductor que constituye el leitmotiv de Senta, pero en general consiguió una obra coherente y bien estructurada.
La Orquesta Sinfónica de Bilbao respondió con un trabajo magnífico desde el foso, con sonido poderoso pero bien dominado, firmeza en la ejecución, excelente colorido en maderas y metales y amplitud de matices, constatando que pasan por un excelente momento, así como su particular feeling con la música del compositor alemán.
En cuanto al plano vocal, todos y cada uno de los cantantes se desempeñaron de manera impecable, desde los coros hasta el último de los personajes.
Las endiabladas intervenciones de los marineros –el pasaje de doble tonalidad de los navegantes noruegos y la fantasmal tripulación del buque del holandés es brillante pero francamente difícil–, la poco habitual colocación del coro Easo en el foso, la sorprendente interpretación del famoso coro de hilanderas –primero asomando apenas la cabeza desde una especie de troneras para cañones, arrastrándose por el suelo después–, no facilitaron su trabajo en absoluto pero, exceptuando algún levísimo desajuste sin importancia, la labor de los coros fue intachable.
Kristian Benedikt, en el papel del cazador Erik fue, quizás, la voz menos solvente de la velada –sin perder de vista que todo el elenco estuvo al máximo nivel–. Tenor más cargado de empuje que de vuelo, aunque de agudo fácil lució más en la zona media, donde exhibió una bella línea de canto y un color más dulce. Seguramente su bravura se ajustará más a otro tipo de roles, verdianos a lo mejor, que será un placer escuchar en futuras ocasiones.
Muy bien Itxaro Mentxaka en su pequeño papel de Mary, bien desarrollado a pesar de su brevedad y el obligado estatismo escénico. Mostró un timbre algo más agudo y ligero que de costumbre –muy agradable, por cierto–, que sorprendió pero que se ajustó perfectamente al personaje.
Fabuloso el catalán Roger Padullès como Timonel, con una voz de menor volumen que la de sus compañeros pero de un color y una ligereza maravillosa, que corría por la –no siempre fácil– acústica del Euskalduna con asombrosa fluidez, desbordando delicadeza, limpieza y elegancia, así como extenso fiato y bien dibujada línea de canto.
Pero es el holandés errante, el barítono-bajo galés Bryn Terfel, quien más destacó en sus intervenciones. Con una apabullante presencia escénica, desde el monólogo inicial se aprecia hasta qué punto ha interiorizado este papel, integrando la interpretación del personaje en su canto de tal modo que la voz cantada parece desaparecer, tal es la facilidad con la que domina su voz. Tras la aparentemente sencilla declamación se esconden enormes y numerosas dificultades técnicas, magistrales virguerías canoras que pasan de la media voz al fortissimo–y viceversa–, del más cálido registro grave al agudo más tenso, filados y fraseos imposibles que Terfel ejecutó, como se suele decir, sin despeinarse, salvo para dar vida a la interpretación teatral, sin miedo de sacrificar algunos momentos de belleza vocal en favor del texto y la intensidad de la actuación de forma magistral.
Wilhelm Schwinghammer como Capitán Daland, pese a tener una voz de parecido registro, mostró un color notablemente más oscuro –que tan bien se ajustaba con la vileza del personaje– y un discurso más cantábile pero no exento de rotundidad, que supo adaptarse con comodidad a la vocalidad de Terfel en un inolvidable dúo.
Cierra el reparto la soprano Manuela Uhl como Senta con un personaje fantásticamente construido. Vocalmente muy interesantes –y técnicamente arriesgados– sus cambios de color acordes a la interpretación, así como su amplitud de registro –con graves muy presentes y sobreagudo fácil y amplio–y su potencia vocal. Puede que en algún momento puntual el cansancio y la dificultad de la partitura restaran redondez a algún agudo o faltara un poco más de legato pero, si lo hubo, quedó totalmente eclipsado por una interpretación soberbia.
La acertadísima puesta en escena de Montavon es la “culpable” del exigente trabajo de Manuela Uhl, centrando en el personaje de Senta el sentido de la obra. Con una escenografía que simula la bodega de un buque, ese espacio cerrado, vacío, desnudo, es al mismo tiempo el hábitat de Senta, un lugar que podría ser tanto una especie de celda de un sanatorio psiquiátrico como el interior de la mente de Senta; es un espacio físico pero también mental o incluso fantástico donde se mezclan realidad, imaginación y leyenda y donde los personajes se mueven en el limbo nebuloso de la mente de Senta. Su enajenación, las voces de su cabeza, su mundo interior, su encierro, esa dualidad entre la Senta niña fascinada por la leyenda del holandés y sometida a la voluntad de su padre y la Senta adulta pasional y entregada al amor incondicional, construyen una nueva visión de El holandés donde todo cobra un nuevo sentido, afianzado por la gigantesca quilla del barco errante –«volador» en el título original– que se adentra en la escena –y en la mente de ella– acompañando música y argumento con una presencia abrumadora. Iluminación y videoproyecciones completan una producción excelente sin fisuras que pongan en peligro la navegación de este buque fantasma.
Wagner ha vuelto a Bilbao en barco. Esperemos que para quedarse.