Roméo et Juliette: Cándidos amores juveniles
Bilbao, 21/10/2023. Euskalduna Jauregia. 72 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
Roméo et Juliette, ópera de Charles Gounod. Libreto de Jules Barbier y Michel Carré basado en la obra homónima de William Shakespeare. Estreno: Théâtre Lyrique de París, 1867.
Roméo Montaigu – Javier Camarena; Juliette Capulet – Nadine Sierra; Stéfano – Anna Alàs i Jové; Mercutio – Andrzej Filończyk; Frère Laurent – Marko Mimica; Tybalt – Alejandro del Cerro; Benvolio – Gerardo López; Gertrude – Itxaro Mentxaka; Le comte Pâris – Isaac Galán; Grégorio – José Manuel Díaz; Le comte Capulet – Fernando Latorre; Le Duc de Vérone – Juan Laborería; Euskadiko Orkestra; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Dirección musical – Lorenzo Passerini; Asistente de Dirección Musical – Ane Legarreta; Dirección de escena – Giorgia Guerra; Asistente de dirección de escena – Christine Hucke; Escenografía – Federica Parolini; Asistente de escenografía – Anna Varaldo; Vestuario – Lorena Marín; Asistente de vestuario – Anna Penazzo; Iluminación – Fiammetta Baldiserri; Vídeo-proyecciones – Imaginarium Studio; Dirección de banda interna – Ane Legarreta; Maestros repetidores – Itziar Barredo e Iñaki Belasco; Producción – ABAO Bilbao Opera y Ópera de Oviedo.
Nora Franco Madariaga/
No sé si están ustedes al día de la polémica que existe ahora mismo respecto a los bailes de Aitana en sus conciertos –que, por si no caen ahora mismo, es una cantante de 24 años que se hizo conocida a través de Operación Triunfo–. Al parecer, esta chica acompaña su canción miamor –así, todo junto y con minúsculas– con una coreografía con unos movimientos pélvicos más que explícitos y el debate está en si son adecuados para los adolescentes y preadolescentes que acuden a sus conciertos. Sin entrar a discutir si lo son o no, me sorprende que nadie haya puesto el grito en el cielo por la letra de la canción Baticana –con mayúscula y con B, que nos perdone la RAE– del reguetonero portorriqueño Bad Bunny que, por decencia, no voy a transcribir aquí. Escuchar a poco más que niños cantando semejantes versos también debería suscitar el debate tanto o más que los bailes de Aitana. Y es que, desde nuestra adultez, es nuestro deber velar por la infancia de nuestros niños y decidir qué es adecuado para ellos, según edad, madurez y experiencia. Pero, esos años de distancia que nos separan de ellos, nos sirven tanto para adquirir criterio como para olvidar qué –y cómo– se siente cuando se es un adolescente. Porque, no sé si hipócritamente, pero sí al menos con un doble rasero, tendemos a olvidar o, como mínimo, a idealizar nuestros propios amores juveniles, tiñéndolos de un blanco candor.
Y, aunque los tiempos de Shakespeare no eran los nuestros y la vida y la sociedad tenían otros estándares y, sobre todo, otros ritmos, desde nuestra mirada de hoy en día nos llama mucho la atención que Romeo fuera un muchacho de dieciséis años y Julia apenas una niña de catorce –con razón la llamaban todavía Julieta–, y que, aun así, sean el paradigma del amor romántico, del amor apasionado y de la entrega y del sacrificio en aras del amor. Pero el bueno de William lo escribió tan bien y Gounod hizo tan buen trabajo, que el espectador entra completamente en la historia y, por un rato, revive esos ardores adolescentes, esas montañas rusas de sentimientos y esa forma de vivir intensa y desbordada.
Este fácil acercamiento a la obra dependió en gran medida del fabuloso trabajo interpretativo –además de vocal– de todo el elenco. Empezando por los habituales, buenas voces de gran oficio, Fernando Latorre como conde Capuleto, padre de Julieta, cantó con aplomo, dignidad y cierta dosis de ternura, como corresponde a su papel; José Manuel Díaz encarnó a Gregorio, un criado de los Capuleto, con voz clara y bien colocada, aunque su escueto papel no permitió disfrutarla en toda su riqueza; la mezzo Itxaro Mentxaka en el papel de Gertrudis, nodriza de Julieta, cantó con buen fraseo y acertado color; el tenor malagueño Gerardo López en el rol de Benvolio, primo de Romeo, destacó por un bello timbre, especialmente en el registro grave, y una cuidada pronunciación francesa –que, con mis disculpas para los francófonos, hay que reconocer que no es la más cómoda para el canto y que es una de las que más dificultades entraña para muchos cantantes–; el barítono zaragozano Isaac Galán, algo menos habitual sobre las tablas del Euskalduna, convenció con su voz cálida y carnosa como conde Paris.
Bien la mezzo catalana Anna Alàs i Jové en su debut en ABAO en el pant role de Stefano, paje de Romeo; una voz muy adecuada si tenemos en cuenta que, si Romeo tenía dieciséis años, su paje podría ser un chiquillo de apenas doce. La barcelonesa cantó con una voz ligera pero de agradable tinte oscuro, mostrando holgura en el agudo y frescura escénica. También debutaba el joven barítono Juan Laborería como duque de Verona, un papel pequeño que apenas dejó vislumbrar una voz interesante, con brillo, claridad y hermoso color. Sorprendió gratamente el tenor cántabro Alejandro del Cerro en su interpretación de Tybalt, primo de Julieta. En su estreno en la asociación bilbaína lució una voz rica, redonda y plena. Elegante tanto en el canto como en su evolución escénica, su interpretación fue sólida y bien construida, no exenta de ese punto de altivez del personaje.
El barítono Andrzej Filończyk como Mercutio volvió a conquistar al público del Euskalduna con su voz expresiva, de cuidada dicción y oscuro brillo. Muy bien también el bajo croata Marko Mimica en el papel de Hermano Laurent, con esa voz grave y llena que le caracteriza. Destacaron en esta ocasión sus pianos, muy intencionados y ricos en armónicos, además de su bien dibujada línea de canto, si bien el papel quizá no sea el más adecuado para su vocalidad.
Sin embargo, quienes destacaron verdaderamente fueron los dos protagonistas del drama. El tenor Javier Camarena interpretó al joven Roméo formidablemente, con una voz de gran claridad, un timbre agradablemente metálico, una emisión con mucha punta pero, al mismo tiempo, un sonido sin aristas, homogéneo en toda su tesitura, con agudos bien asentados y libres. Cantó con elegancia y aplomo, sin dar ningún indicio de estar debutando el rol, dejando memorables momentos como el aria y cavatina “Ah! Lève-toi soleil”. La soprano Nadine Sierra como la joven Juliette realizó una interpretación espectacular, con una voz de envidiable ligereza, pero corpórea y bien coloreada, aunque el sobreagudo, de tan etéreo y volátil, pareció perder solidez en algún momento. Con sutiles y delicados pianos de delicado brillo argénteo, Sierra imprimió a su voz la dulzura del personaje, pero también supo transmitir pasión, sentimiento y, sobre todo, juventud y credibilidad. Precioso e impecable su conocidísimo vals “Je veux vivre”, pero de mayor calado pasajes como “Amour, ranime mon courage”, que sitúan a la norteamericana como una Juliette de referencia. Pero si las intervenciones de ambos intérpretes fueron fabulosas, aún lo fueron más sus escenas conjuntas, como “Nuit d’Hymenée”, que dejaron ver la innegable química entre los dos cantantes, ferozmente ovacionada desde el público, con sinceros y numerosos bravos y aplausos, como pocas veces se escuchan en el auditorio.
Ciertamente, la obra de Gounod brilló desde el prólogo, con una Euskadiko Orkestra noble, bien empastada y dúctil, en la que destacaron el lirismo de las cuerdas y unos metales inusual y agradablemente brillantes. La orquesta respondió bien al gesto de Lorenzo Passerini, aunque éste se percibió forzadamente exagerado e innecesariamente llamativo. Los tempi escogidos tampoco fueron siempre los más adecuados, originando algún leve desajuste, pero, en general, su dirección fue clara, equilibrada y muy atenta al desempeño de los cantantes.
La escenografía de Federica Parolini, amplia y diáfana, desnuda salvo por un polivalente prisma rectangular –que, como eje central del discurso escénico, hizo girar en torno a sí, literal y figuradamente, toda la acción de la trama– brindó un espacio valiosísimo para los numerosos y abigarrados movimientos –con la habitual pega de este auditorio, que produce una sonoridad diferente en el fondo y en la boca del escenario, provocando ciertos juegos acústicos un poco confusos–. Las acertadas videoproyecciones de Imaginarium Studio junto a la iluminación de Fiammetta Baldiserri vistieron el espacio escénico adecuadamente, y los cambios de escena a la vista, aprovechando tanto el nocturno como el interludio orquestal, lejos de estorbar, fueron fluidos y elegantes y contribuyeron a la trama con sus transiciones, resultando un acierto esta espartana escenografía.
No fue tan acertada la decisión de la directora de escena Giorgia Guerra de incluir varios momentos de baile –bastante trasnochados– en los números del coro, cuando es sabido que, en general, los coralistas no han sido llamados por las musas hacia el camino de la danza –afortunadamente, sí por el camino del canto, que realizaron con el buen hacer con el que nos tienen acostumbrados–. El resto de la dirección escénica funcionó adecuadamente –salvo unos absurdos golpes de pecho del coro–, con cierto aire cinematográfico en algún pasaje, pero sin mayor trascendencia, como tampoco la suelen tener, por mucho que Shakespeare nos contase lo contrario, los cándidos amores juveniles.