El rapto en el serrallo: Cuentos turcos
Bilbao, 20/01/2024. Euskalduna Jauregia. 72 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
Die Entführung aus dem Serail, Singspiel de Wolfgang Amadeus Mozart. Libreto de Gottlieb Staphanie el Joven, basado en Belmonte und Konstanze oder die Entführung aus dem Serail de Christoph Friedrich Bretzner. Estreno: K.K. Burgertheater de Viena, 1782.
Belmonte – Moisés Marín; Konstanze – Jessica Pratt; Blonde – Leonor Bonilla; Pedrillo – Mikeldi Atxalandabaso; Osmin – Wojtek Gierlach; Selim Bassa – Wolfgang Vater; Euskadiko Orkestra; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Dirección musical – Lucía Marín; Asistente de Dirección Musical – Pedro Bartolomé; Dirección de escena – Mariano Bauduin; Escenografía – Nicola Rubertelli; Vestuario – Odette Nicoletti y Mariana Carbone; Iluminación – Luigi della Monica; Maestros repetidores – Itziar Barredo e Iñaki Belasco; Producción – ABAO Bilbao Opera.
Nora Franco Madariaga/
Miloš Forman, en su –espléndida– película Amadeus (1984), pintó a Mozart como un joven genio infantiloide, frívolo, insustancial… en palabras del crítico mexicano José Noé Mercado, un «jovenzuelo hormonal, escatológico y despreocupado»… vamos, lo que nosotros calificaríamos como un ganorabako. Y, si bien este filme se permite numerosas y conocidas licencias históricas para ahondar en el contraste entre Salieri y Mozart, el hombre viejo, esforzado y recto frente al joven desenfadado, brillante y transgresor, tampoco anda muy desencaminado cuando dibuja a Wolfgang como un personaje un poco cabeza loca y muy, muy juguetón.
Su extensa correspondencia nos ha dejado, fragmento a fragmento, como en un espejo roto, una imagen no del todo nítida pero sí lo suficientemente clara de cómo fue el genio de Salzburgo. Sociable, extrovertido, bromista, afable, divertido, desbordante, excesivo, curioso, gamberro, entusiasta burlón y vivaracho, toda su música –y es mucha– tiene marcado este carácter jovial, casi desafiante.
¿Simpleza? Poco probable. ¿Optimismo patológico? Quién sabe. ¿Una huida hacia delante para escapar de los aspectos menos agradables de la vida? Probablemente. No faltan ideas al respecto: psicólogos, psiquiatras, neurólogos, musicólogos, historiadores, escritores e incluso algún astrólogo han expuesto sus teorías, pero mientras el Dr. Emmet L. Brown no perfeccione el sistema, vamos a tener serias dificultades para comprobarlas.
Sea como fuere, el carácter de Mozart –juego, parodia, burla y enredo– está presente en esta ópera que hoy nos ocupa, tanto en la música como en el libreto, lo que ha propiciado que el director escénico Mariano Bauduin haya enfocado la producción encargada por ABAO desde una perspectiva infantil, vistiendo de fábula y cuento una historia que, pese a suceder en Turquía, tiene ese aire exótico que la hace parecer uno de esos mil relatos que contaba noche tras noche Scheherezade.
Siguiendo esta línea completamente en las antípodas de la se(ns/x)ualidad implícita en la idea de un serrallo otomano, y tan casta y puritana como una actual telenovela turca, Nicola Rubertelli ha diseñado una única escenografía para los tres actos que presenta un serrallo como de ingenua ilustración de cuento, desaprovechando el potencial que el argumento y la ambientación orientalista propiciaban.
El resultado fue pobre, no nos vamos a engañar. Práctico, acústicamente bien resuelto –factor muy meritorio en el Euskalduna, ya lo saben–, sencillo, puede que incluso económico –otro factor muy a tener en cuenta, sin duda–, pero pobre, y casi más propio de un título de ABAO Txiki y un espacio como el Arriaga –sin ánimo de desmerecer– que de un Auditorio y un título de los “grandes”. Bien es cierto que los efectos de iluminación de Luigi della Monica aportaron algo de ambiente y color, pero no lo suficiente como para completar la escena. Tampoco lo hizo el vestuario de la reconocida Odette Nicoletti y Mariana Carbone, bien elaborado y minucioso, con intrincados diseños a medio camino entre los exóticos y rebuscados aires turcos y los personajes de la Commedia dell’arte, pero con una elección cromática excesivamente apagada –por no decir mustia– que no favoreció ni a los cantantes ni al conjunto de la producción.
Pues bien, cuando la parte escénica no termina de convencer, uno confía en la parte musical, y más sabiendo que Mozart nunca defrauda, pero la dirección musical de Lucía Marín tampoco lució como hubiera sido deseable. Con tiempos lentos, poco estables y, principalmente, una lectura blanda, se echaron de menos precisión, detalle y un poco del punch del estilo mozartiano –ese jugueteo con los aires alla turca fue tan pudibundo como la imagen del serrallo–. Afortunadamente, la Euskadiko Orkestra supo mantener limpieza, tensión y equilibrio en su sonido, pese a no alcanzar el nivel de otras ocasiones.
Así pues, debemos agradecer el sostén del peso de esta producción al trabajo de los cantantes, aunque todos ellos debutaban sus respectivos papeles –difíciles y expuestos–, con la presión que eso supone para cada uno de ellos y para el conjunto. El bajo polaco Wojtek Gierlach mostró una voz de tintes oscuros con un registro grave inacabable, pero también casi inaudible. La falta de volumen en el registro más dramático restó fuerza al personaje, lo que, sumado a la dirección escénica naíf, transformó al personaje de Osmin en una especie de caricatura, un bajo inesperadamente buffo y muy poco aterrador.
Moisés Marín como Belmonte sufrió la exigencia de un papel inclemente, con cuatro arias de esforzado registro y complicada técnica. Su voz, de intenso brillo y envidiable fiato –que se vio puesto a prueba por los incómodos tempi de Lucía Marín–, sonó más dura que de costumbre, un poco empujada en ciertos momentos, haciendo peligrar el registro más agudo. Conociendo su vocalidad y capacidad escénica por anteriores papeles comprimarios, pareció lógico achacar estas asperezas a la inseguridad del debut de un rol principal, pero su sustitución en la segunda función por Juan Antonio Sanabria indica, probablemente, que uno de estos virus invernales que nos están haciendo la pascua a todos había ya encontrado acomodo en las cuerdas vocales de Marín el día del estreno.
La soprano Jessica Pratt no defraudó, exhibiendo una pasmosa facilidad y limpieza en el sobreagudo, pero también carnosidad en los graves y coloreada emisión de pecho. Con una interpretación teatral un poco fría, cantó, por el contrario, con más emoción que en otras ocasiones, ofreciendo una Konstanze candorosa pero con carácter, una mujer dulce pero fuerte, independiente y decidida. Sus extenuantes intervenciones estuvieron resueltas con maestría, demostrando que este papel, alejado de su belcantista zona de confort, será el primero de una afortunada serie de pasos en la búsqueda de nuevos repertorios.
La soprano andaluza Leonor Bonilla puso el contraste escénico con una actuación encantadora, fresca y pizpireta, acompañada de una voz sin fisuras, de exquisito color y elegante fraseo. Poco más se puede decir de una participación segura e intachable. Igualmente, el tenor bilbaíno Mikeldi Atxalandabaso presentó una ejecución de impecable técnica y realización escénica, en un agotador ejercicio tanto vocal como interpretativo, conformando el que perfectamente podría ser un Pedrillo de referencia.
Imprescindible destacar el esfuerzo de todos ellos en los larguísimos declamados en perfecto alemán –donde, sorprendentemente, el actor Wolfang Vater como pachá Selim fue el menos expresivo–, con un meritorio esfuerzo de dicción, emisión, prosodia y expresión, en este complicado desafío mozartiano.
Como es sabido –y si no lo saben, se lo cuento yo–, Singspiel es una palabra alemana que viene de la unión de singen(cantar) y spielen, que, como sucede en francés con el verbo jouer o en inglés con play, se aplica para tocar un instrumento, interpretar un papel o, simplemente, jugar. Una pena que a esta ópera le faltó juego y le sobró cuento.