En la muerte de Jerzy Semkow
Pablo Suso
Tuve el placer de trabajar por primera vez con el Maestro Semkow en mis tiempos de extra de violín de la Sinfónica de Bilbao, en la época de nuestra estancia en el Teatro Ayala a finales de los años 90. Aquel era uno de mis primeros conciertos con la BOS, y me sorprendió toparme con aquel hombre hierático, extremadamente serio y exigente hasta la locura. Eran tiempos en los que a uno, todavía estudiante, le llamaban para cubrir una baja con apenas un par de días de antelación, por lo que acudías al primer ensayo con el tiempo justo para haber leído las obras del programa y poder sobrevivir sin que se notara demasiado la inexperiencia. Pero, comenzado el ensayo, ya no importaba nada de eso: tan sólo tenías frente a tí a esa persona que, como sacada de otra época, tan solo estaba preocupada por que se plasmaran sus ideas sin discusión, por que sonara lo que él quería y sólo como él lo quería. Así era el Maestro Semkow. No había lugar a la discusión, no había lugar a nada más que su propia visión de la partitura. Pero claro, el resultado era fantástico, brutal, pues él lograba de la orquesta lo que para otros era inalcanzable, y con eso me conquistó. Me ganó con su profundo conocimiento de las obras a interpretar y me subyugó su sobresaliente personalidad. Lo que algunos temían, a mí me enganchaba.
Casualidades de la vida, tuve el placer de volver a trabajar con él en numerosas ocasiones, las primeras como violinista, posteriormente como violinista y archivero y finalmente sólo como archivero. Nunca olvidaré dos programas en particular. El primero de ellos fue cuando interpretamos la “Sinfonía Fantástica” de Berlioz. Mi semana se resumió en algo que se convirtió en rutina en sus posteriores visitas: reunión en el camerino antes de comenzar el ensayo, en los descansos y al finalizar el mismo. En cada ocasión me pedía las partituras de ciertas secciones, para anotar cosas que habían surgido durante los ensayos y para garantizar que mis compañeros no las olvidaran. De hecho, recuerdo que incluso en la pausa del segundo concierto estuvimos anotando ciertas cuestiones que no habían salido de su agrado en el primero.
En la segunda ocasión, interpretábamos -si la memoria no me traiciona-, el “Preludio y muerte de Isolda” de Wagner y “Francesca da Rimini”, de Tchaikovsky. Como en el resto de ocasiones en las que coincidí con él como archivero, recibí las partituras de bolsillo de todo el programa por adelantado, llenas de anotaciones para toda la orquesta, además de sus arcos para la cuerda. También recibí un par de faxes con más indicaciones y peticiones expresas. Todo ello supuso que concluyera la preparación de este programa bien entrada la madrugada del día anterior al primer ensayo, pero esto formaba parte de trabajar con el Maestro. Con él no había horarios.
Mas detrás de todo esto, detrás de todo este trabajo, de todo este extremo nivel de exigencia, había una persona; una persona que sólo surgía cuando nos reuníamos en su camerino y se iban quienes eran mis jefes en ese momento y mis compañeros de la orquesta. Y entonces surgía el verdadero Maestro Semkow: una persona afable, con afinado sentido del humor y, sobre todo, obsesionada con la música. Una persona que tras esos primeros años, en los que te ponía a prueba, se relajaba y pasaba a explicarte el por qué de cada anotación, su visión de cada fraseo, de cada obra. Nunca olvidaré aquellos momentos y aquella obsesión por la pulcritud y por el detalle, aquella demostración práctica de que las cosas grandes se construyen cuidando los pequeños detalles. Y recuerdo vívidamente el silencio: el silencio a su llegada, el silencio en los ensayos y el silencio durante los conciertos.
Muchas gracias Maestro por todo lo que me enseñó, muchas gracias Maestro por todos aquellos grandes conciertos. Muchas gracias.