Deia: “Achúcarro ante la historia”
Asier Vallejo Ugarte
Palacio Euskalduna. 16-I-2015. Temporada de la OSE. Joaquín Achúcarro, piano. Sinfónica de Euskadi. Director: Josep Caballé Domenech. Obras de Usandizaga, Grieg y Rachmaninov.
José María Usandizaga escribió la Obertura Sinfónica sobre un tema de canto llano (1904) durante su época de estudiante en la Schola Cantorum de París, vertiendo sobre ella una severidad que templaba su espíritu revoltoso y su sed de modernidad. Estamos en el año del centenario de su muerte (prematura como muy pocas) y tendremos buenas ocasiones para volver a hablar de su música, pero el viernes era el día de Joaquín Achúcarro, que a sus ochenta y dos años regresaba como concertista al Euskalduna. Le fue de maravilla. Se dice a menudo que Grieg no tenía buena mano para la gran forma, que su mejor música está en las canciones y en las piezas pianísticas breves. Paradójicamente, su obra más conocida es el Concierto para piano en la menor (1868), una composición de gran escala en la que la influencia de Schumann y la inspiración melódica de Grieg se refuerzan mutuamente desde la primera nota hasta la última. Y es también una obra clara, diáfana, transparente, en la que el pianista no se puede esconder. Achúcarro fue de frente, consciente de que el tiempo pasa (es palpable y no podía ser de otra forma) para sus dedos, pero sabiendo al mismo tiempo que este concierto no puede verse reducido a un conjunto de notas muertas sobre un papel. Por eso lo inundó de musicalidad. Su pianismo se renueva, se moderniza y se adapta a los tiempos sobre las dos grandes referencias que lo constituyen y lo diferencian de todos los demás: el secreto de la frase poética y una forma única de moldear el sonido. Se puede tocar el Concierto de Grieg con más limpieza, con más velocidad y con más contundencia, pero una sola frase de Achúcarro en el Adagio basta para afianzarlo como uno de los grandes de siempre.
La OSE fue llevada por Josep Caballé Domenech por la doble senda del calor y la flexibilidad: acertó el catalán al entablar con el solista un diálogo entre iguales en una situación en la que otros hubiesen preferido hacerle la pelota. Después, la orquesta sacó todo su arsenal para encarar la Tercera (1936) de Rachmaninov, una sinfonía de poderoso aliento posromántico, amplias curvaturas melódicas y relativas debilidades formales que da muestra clara de la resistencia del compositor a las nuevas tendencias de la época. Caballé Domenech hizo lo posible por mostrar que en ella, pese a todo, la música puede llegar a vibrar.