DEIA: “Mareas poéticas”
Asier Vallejo Ugarte
Palacio Euskalduna. 20-XI-2013. Temporada de la OSE. Measha Brueggergosman, soprano. Sinfónica de Euskadi. Director: Christoph König. Obras de Liszt, Wagner y Schubert.
De las pocas obras que Wagner no compuso para la escena sólo el Idilio de Sigfrido y los Wesendonck-lieder tienen hoy día un sitio reservado en el gran repertorio. Pero incluso estas cinco canciones sobre poemas de Mathilde Wesendonck (1857-58) respiran el aroma de los dramas musicales, pues en dos de ellas se infiltran ideas que después encontraremos en Tristán e Isolda. La ficción sigue a la realidad: una pasión oculta y un amor imposible como puntos de partida para una música inalcanzable. Measha Brueggergosman las cantó con una línea fluida, delicada y perfectamente matizada, aunque su voz no va sobrada de amplitud y más de una vez se vio superada por la opulenta orquestación de Felix Mottl. Hubiese sido estupendo escucharla en la versión original para piano y en una sala más pequeña que la del Euskalduna, como la de la Filarmónica, donde el mismo miércoles y a la misma hora el grupo de cámara Oxalis interpretaba precisamente el Idilio de Sigfrido, ¡tristes coincidencias del calendario!
Siempre da buenos resultados programar juntos a Wagner y a Liszt, ya que sus músicas dialogan de igual a igual desde la vanguardia de su época. El poema sinfónico Los preludios (1854) del húngaro, inspirado en una meditación de Alphonse de Lamartine, es una página fascinante por sus perfiles nítidos, su dimensión épica y su amplio vuelo lírico. Es una de esas obras que trataban de enfrentarse al agotamiento de las formas tradicionales y que buscaban demostrar, entre otras cosas, el triunfo de la subjetividad. Christoph König hizo bien en dejarse llevar un poco por ella, pues ningún director debería contenerse ante una música así, no olvidemos que hasta en su etapa de Weimar fue Liszt un hombre de extremos.
La Inacabada (1822) de Schubert es harina de otro costal. Todo en ella es mesura, es armonía, es puro canto. Incluso los instantes de mayor intensidad se ven suavizados por la esencia llana de sus melodías. Es una lástima que Schubert no la terminase, ya que estaríamos probablemente ante la sinfonía de todas sus sinfonías. König dio aire a sus transiciones, a sus progresiones, a sus desarrollos, a sus pulidas formas, sin una sola artista, sin una sola nota altisonante. Hay tanta templanza en esta partitura que volver después a Liszt, no tan buen vecino de Schubert como de Wagner, podía parecer innecesario, pero la orquesta quiso divertirse en la exuberante y vertiginosa Rapsodia húngara nº 2 (1847): resonancias cíngaras y virtuosismo a raudales para acabar el concierto con un desenlace absolutamente frenético.