DEIA: “Máscaras”
Asier Vallejo Ugarte /
Palacio Euskalduna. 17-X-2015. Temporada de la OSE. Boris Belkin, violín. Sinfónica de Euskadi. Director: Jun Märkl. Obras de Shostakovich, Stravinski y Falla.
Shostakovich llevaba unos meses trabajando en su Primer concierto para violín (1948) cuando Stalin encargó a Andrei Zhdanov, a la sazón secretario del Comité Central del Partido Comunista, que señalase a los compositores que conducían a la destrucción de la música soviética. Shostakovich, como Prokofiev y Jachaturian, fue uno de los acusados de reflejar en sus obras “aspiraciones formalistas y tendencias antidemocráticas ajenas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”, lo cual le obligó a dar públicamente la razón al Partido y a tomar la decisión de mantener en silencio el concierto hasta que las circunstancias fuesen menos adversas.
Para su estreno en Leningrado en 1955 cambió el número de opus de 77 a 99, como si quisiese dar a entender que había reelaborado completamente la obra, pero en realidad las alteraciones fueron mínimas, y la muy temprana grabación de David Oistrakh y Yevgeni Mravinski da prueba de que desde sus primeros meses de vida esta música lleva consigo una descomunal carga dramática. Boris Belkin pertenece a esa misma tradición, por lo que comprende el espíritu que late de fondo en la obra, y el pasado sábado dio sentido y trascendencia a cada nota en una interpretación tensa, poderosa y salpicada de destellos de incandescente lirismo. Hizo bien en no dar propinas, pues nada se podía decir después de ese asombroso Shostakovich.
Jun Märkl y la orquesta tuvieron su gran momento en Petrushka (1911), el segundo de los grandes ballets que Stravinski escribió para Diáguilev, una obra que rompe con buena parte de las influencias de sus primeras obras (Rimski, Debussy) para afianzar un estilo marcado en gran medida por una renovada idea de las secuencias rítmicas. Con lo que no rompe Stravinski es con su concepción del color orquestal, que en Petrushka cobra una dimensión extraordinaria, y todo ello sin olvidar que se está contando una historia de muñecos, de músicos, de máscaras, así que hace falta imprimir direccionalidad, fantasía y sentido narrativo a la partitura. Para André Boucourechliev Petrushka marca el fin del Romanticismo, y Märkl pareció situar la obra en ese punto exacto de suspense en el que aún resiste un átomo de expresión. Que escogiese la versión de 1947 daba de antemano una idea de su interés por la claridad, por la transparencia, por la búsqueda de equilibrio entre las distintas familias de la orquesta.
Y tampoco en este caso había necesidad de más: la Danza del fuego de El amor brujo de Falla es una pieza espléndida, pero fuera de su espacio natural tuvo todas las de perder, y más después de una obra tan excitante como es Petrushka.