Joseba Lopezortega /
Bernstein alcanzó su madurez creativa coincidiendo con la edad de oro del musical. Broadway llevaba décadas produciendo y desechando talentos, el cine sonoro transportaba a las salas cinematográficas de todo el mundo lo más selecto y exitoso del género y nombres como Irving Berlin, Cole Porter, Jerome Kern o Kurt Weill alfombraban el acceso al musical como una forma a la vez popular y sofisticada de creación. Bernstein era un compositor dotado, además de comunicador de genuino talento y maestro de indiscutible clase, y esa versatilidad encontraba en los mediados del siglo XX el espacio ideal para revelarse y evolucionar. Junto a otro puñado de nombres (los ya citados y Gershwin, Alfred Newman o Frederick Loewe), Bernstein se desenvolvía con éxito en la exigente y vertiginosa industria del entretenimiento neoyorquina, a cuyo mecanismo de producción se deben tanto Candide como West Side Story.
Bernstein ya había compuesto para teatro antes de crear esas dos obras sobresalientes. En 1944 había escrito el musical On the Town (Un día en Nueva York) trabajando con el coreógrafo Jerome Robbins, que aunque llevado al cine obtuvo un éxito sólo relativo en su estreno teatral y en sus posteriores reposiciones. On the Town había sido previamente un ballet, compuesto por Bernstein para Robbins con el título Fancy Free. En 1953 el activo maestro y compositor escribía el musical Wonderful Town, en la estela más clásica del musical neoyorquino y con evidente influencia de Porter, premio Tony al mejor musical. En 1955 llegaba The Lark, música incidental –germen de su Missa Brevis, la última obra que compuso– estrenada también en Broadway como obra teatral (original de Jean Anouilh). En este punto han quedado claros algunos de las principales rasgos de Bernstein: su militancia en el teatro, su pasión hacia la urbe neoyorquina y su interés en la voz humana, que nunca abandonó. Podría sumarse su alineamiento con el sector políticamente progresista de la cultura de la Costa Oeste norteamericana.
En paralelo a esta labor como compositor, Bernstein iba dando pasos para erigirse en una de las figuras más destacadas de la dirección orquestal de su tiempo y, sin duda, en el más conocido entre los maestros norteamericanos. Desde 1951 era el principal responsable musical del festival de Tanglewood, y ya en 1943 había dirigido por vez primera a la Filarmónica de Nueva York, NYPO, de la que sería nombrado director titular en 1958 y con la que mantendría colaboración estrecha hasta su muerte. También en 1958 comenzaba la retransmisión en la CBS de los Conciertos para jóvenes, con los que Bernstein alcanzó una gran popularidad. En este punto puede decirse que Bernstein supo construirse un cénit y mantenerse en él como una potente marca, y esa marca continúa siendo reconocida y respetada 25 años después de su muerte. Quizá fue el único maestro con capacidades y visión suficientes para competir en popularidad con la estrella entre las estrellas de Deutsche Grammophon, Herbert von Karajan, con quien por otro lado no tuvo grandes similitudes -ni afinidades-.
En 1956 llegaba el turno de Candide, en la que Bernstein trabajó junto a la célebre dramaturga Lillian Hellman, como en The Lark. Candide es una obra asolada por muchas versiones y revisiones, hasta poco antes de la muerte del compositor. Tuvo un fracaso sin paliativos en las taquillas de Broadway, pero sin embargo su Obertura se hizo pronto un hueco estable como pieza orquestal, desde su primera interpretación con la NYPO dirigida por el propio Bernstein en enero de 1957. En sólo unos años, los que median entre On the Town y Candide, Bernstein se había despojado de la influencia de sus predecesores para depurar un estilo propio, perfectamente reconocible en los números finales del acto II y de la opereta, Universal Good y Make our garden grow, ya tan próximos al final de West Side Story, o en el colorido orquestal de la propia Obertura, que compendia el conjunto de la obra con verdadera maestría, presentando el dúo del primer acto Oh, happy we y otros momentos de la estupenda partitura, en la que de modo totalmente desprejuiciado Bernstein juega con el tango, el jazz, la polka y otras formas musicales para dibujar al personaje central de la opereta, adaptación de la descreída sátira de Voltaire.
1957 es el año del estreno de West Side Story, quizá uno de los más célebres musicales en la historia de Broadway, inspirado en Romeo y Julieta de Shakesperare e inmortalizado en 1961 en cine por Robert Wise y el coreógrafo Jerome Robbins. En el estreno del musical West Side Story se encuentran otras dos personalidades de gran importancia en el desarrollo del género y particularmente para la actividad de Bernstein, el productor y director Harold Prince (a quien llegó la producción de rebote, pero que ya había estado tras Wonderful Town) e indirectamente el mítico Oscar Hammerstein II, gran valedor del letrista Stephen Sondheim. Las primeras actividades para la creación de este popular musical se remontan a 1947, de hecho Bernstein trabajó simultáneamente en Candide y en West Side Story y algunos materiales fueron intercambiados entre ambas obras.
Como había hecho anteriormente con su trabajo para el ballet Fancy Free y con On the waterfront Bernstein compuso en 1961 las Danzas sinfónicas de West Side Story, también incorporadas al repertorio sinfónico. Tanto el musical como esta pieza sinfónica se han establecido como indiscutibles referencias en la cultura popular, con frecuentes reposiciones e interpretaciones, tanto profesionales como amateurs. Algunas de las canciones del musical, entre ellas desde luego Tonight y I feel pretty, cuentan entre las más populares del siglo, y especialmente la segunda ha sido cantada por las más grandes sopranos en recitales y citas multitudinarias. Más allá de ese carácter popular, Marin Alsop, la directora norteamericana discípula de Bernstein, considera que “Bernstein elevó la música teatral a forma de arte sofisticada, e influyó claramente en compositores como Stephen Sondheim, motivándoles para recorrer la distancia entre el musical y la ópera”. Bernstein buscaba potenciar esa “motivación” cuando grabó el musical a mediados de los ochenta dirigiendo a estrellas de la ópera como Carreras y Te Kanawa, entre otros nombres. Sin embargo, con el permiso de Tatiana Troyanos, la potencia de West Side Story es superior en el registro del elenco original del estreno en Broadway, con Carol Lawrence como María, Larry Kert como Tony y una excepcional Chita Rivera como Anita, quizá porque permite disfrutar de la excelencia de las voces de Broadway al rendir en el género. Bernstein también grabó un Candide con grandes figuras de la ópera.
En todo caso no sólo la tradición del musical explica la composición de Bernstein, también su amplia cultura musical y su atracción por Shostakovich o Britten, de quien estrenara Peter Grimes en Tanglewood -fue la primera ópera dirigida por Bernstein-. Bernstein sintetiza por lo tanto, como parte de su ilimitado y glorioso eclecticismo, el mestizaje entre lo culto y lo popular, que constituye décadas después uno de los grandes rasgos definitorios de la segunda mitad del siglo XX. Al abordar el conflicto –por entonces vivo y virulento- entre portorriqueños y neoyorquinos, Bernstein preconizó también la necesidad de enfocar a los inmigrantes como ciudadanos a integrar -y dispuestos a hacerse integrar-, y no como un nicho de conflictos. Esa visión del diferente, abierta y eterna (shakesperiana, de hecho), es también parte indisociable de su legado y, en el fondo, no deja de tener paralelismos con la actividad del compositor y maestro como divulgador. Fue una persona controvertida y difícil, quizá por las tensiones que arrostraba en su personalidad más íntima, y que tardó en resolver, pero fue ante todo un artista asombrosamente moderno y de duradera vigencia, pues siempre mantuvo la mirada abierta y atenta sobre la complejidad de su mundo, inmortalizando su fértil e imprescindible diversidad.