DEIA: A toda luz
Asier Vallejo Ugarte
Había expectación por volver a escuchar en la Filarmónica (van nueve veces) a la Chamber Orchestra of Europe, que en poco más de tres décadas ha entrado por méritos propios en el grupo de orquestas históricas de nuestro continente. Con total claridad resplandecen al natural el sonido áureo de los metales, la tersura de las maderas y las mil luces de la cuerda. Las Seis danzas alemanas D 820 de Schubert, orquestadas por Webern, casi supieron a poco, pues volaron en un suspiro, como los primeros rayos de sol de la primavera. El ruso Vladimir Jurowski, director principal de la Filarmónica de Londres, huracán imparable, con una mano izquierda que es música en sí misma, se concentró en el Concierto para violín de Beethoven y dio con una exacta métrica de flujo y cambio, fortalecida por diáfanas texturas y súbitos contrastes, a veces extremos. Pero la batalla del lirismo la ganó por amplia ventaja el fabuloso violín del alemán Christian Tetzlaff, que luego de un tímido comienzo cortó la respiración de la sala en el Larghetto central merced a unas sonoridades extraordinariamente etéreas.
Se palpaban en la pausa las reticencias hacia los Cinco movimientos para orquesta de cuerda de Webern, aunque esa música (1909) está temporalmente más cerca de los días de Beethoven que de los nuestros, no lo olvidemos. Limpiaron los polvos de un programa de matices muy clásicos. Además Webern no fue nunca un rupturista ajeno a la tradición, más bien al contrario, por lo que esa obra (austera, asimétrica, atonal) encontró su sitio en la antesala de la Trágica de Schubert, una sinfonía amplia, afirmativa, proporcionada y bien ensamblada que armonizó enteramente con la contundencia, los juegos de acentos y la personalidad vitalista de la batuta. Creen muchas personas que una orquesta de cámara no puede penetrar en el fondo dramático de las sinfonías de esa época, que siempre les faltará un punto de fuerza, sin reparar en la transparencia que se gana con el cambio. Lejano el vendaval, una bellísima página de Rosamunde despidió la noche una con una serenidad y una placidez puramente schubertianas.