Mundoclasico: Nézet-Séguin: que me quede como estoy
Joseba Lopezortega /
San Sebastián, 24 de agosto de 2018. 79ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Mozart: Sinfonía nº35, “Haffner”. Liszt: Concierto para piano número 2. Chaikovski: Sinfonía número 4. Yefim Bronfman, piano. Rotterdams Philharmonisch Orkest. Yannick Nézet-Séguin, director. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.
Yannick Nézet-Séguin es un director deslumbrante y abrazado por el éxito. Su carrera es una de las más notables internacionalmente y el público le aplaude muchísimo (incluso para los estándares de la Donostia estival). Tiene también un indudable estilo propio, un sonido brillante, pulido y algo metálico, y ahí surge el problema: su estilo, que tan bien le funciona, se interpone permanentemente entre la partitura y el público. Siempre es Yannick, como el márketing se dirige a él y además, detrás de él, están los compositores… casi siempre. Si algún día llego a poseer un robot capaz de guardar la casa, ser atento con las visitas y exquisito mayordomo, correcto cocinero y centro multimedia lo llamaré Yannick. Es un elogio. Hábil planchando, aunque indiferente al tejido: lino o algodón o sintético, todo se plancha igual y todo sale sin arrugas y pasado de apresto.
La sinfonía de Mozart se sirvió a la grande, con once primeros, lejos de cualquier hipótesis historicista y más en la línea de un Böhm o un Karajan con gran orquesta, aunque como alguien me comentaba en el intermedio incluso más expansivo. Ritmos perfectos, tiempos perfectos para un Mozart brillante, ofrecido por una orquesta excelente como es Rotterdam, dispuesta para dar al maestro cuanto este le demande con su ejemplar claridad. Así haría Mozart el yerno perfecto.
El mismo sonido Yannick y la misma falta de matices e inflexiones en un Concierto de Liszt que se ajustó muy bien a las características del maestro y que fue magníficamente interpretado por Yefim Bronfman, un pianista colosal y dotado para el alarde de energía y potencia exigido por el maestro. Frente a la concepción del concierto lisztiano, el Debussy de la propina fue como sentarse en el sofá de casa tras vivir una tormenta. Grande Bronfman en un concierto en el que, a expensas de otros programas que quedan por escuchar, es la calidad del solista lo más sobresaliente. Sucedió con Gerhaher 48 horas antes.
La Cuarta de Chaikovski merece una reflexión previa. En el Festival de Santander, casi un siamés de Quincena, el programa lo constituían el número 2 de Liszt y la Sinfonía número 4 de Bruckner. Me pregunto si alguien en San Sebastián encuentra la Cuarta de Chaikovski más resultona o asequible que la homónima bruckneriana, pero el programa santanderino tenía ciertamente otro interés y personalmente me hubiera encantado disfrutar de Bruckner junto al abierto público donostiarra, quizá por recordar la buena acogida que hace un par de años se dispensó a una Séptima con Saraste y la Orquesta Sinfónica de la Radio de Colonia. El caso es que tuvimos una Cuarta, pero era la de Chaikovski. ¿Qué clase de obra escuchamos?
La respuesta es obvia: una Cuarta a la medida de Nézet-Séguin. Resulta llamativo que un maestro tan interpuesto y visible entre obra y auditorio como el canadiense tenga la titularidad de Filadelfia, la que fuera orquesta de Stokowski: ambos capaces de producir un sonido identificable, ambos estrellas en el podio y desde el podio, ambos showmen y ambos músicos superdotados. Con el sonido Yannick, perfecto y convincente el Scherzo, no así un segundo movimiento sin hilazón y fiado a su poder elegíaco; intenciones claras desde los primeros compases del primer movimiento y, ay, un Finale completamente previsible, voluminoso y grandilocuente, con una de esas culminaciones tan del gusto del público. Ese es Yannick, un artista capaz de entusiasmar y que hará época en las soirées del MET. Desconozco si es un maestro capaz de despertar una afición, yo le agradezco que a mí no me la quite.