Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 19/01/2019. Euskalduna Jauregia. 67 Temporada de ABAO-OLBE. I Lombardi alla prima crociata de Giuseppe Verdi. Libreto de Temistocle Solera basado en el poema homónimo de Tommaso Grossi. Estreno: Teatro alla Scala de Milán, 1843.
Giselda – Ekaterina Metlova; Pagano – Roberto Tagliavini; Oronte – José Bros; Arvino – Sergio Escobar; Viclinda/Sofía – Jessica Stavros; Pirro – Rubén Amoretti; Acciano – David Sánchez; Un prior de Milán – Josep Fadó; Euskadiko Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección de coro – Boris Dujin; Dirección musical – Riccardo Frizza; Dirección de escena – Lamberto Puggelli; Dirección de escena de la reposición – Grazia Pulvirenti; Asistente de dirección de escena – Pier Paolo Zoni; Escenografía– Paolo Bregni; Asistente de escenografía – Matteo Pecorara; Vestuario – Santuzza Cali; Asistentes de vestuario – Alessandra Gramaglia y Paola Tosti; Iluminación – Andrea Borelli; Maestro de armas – Renzo Musumeci Greco; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Dirección de banda interna – Itziar Barredo; Producción – Teatro Regio di Parma.
Hay una expresión idiomática que se utiliza a menudo en inglés que habla de un “elefante en la habitación” cuando hay un asunto espinoso obvio que nadie se atreve a verbalizar. Se refiere a la actitud que tomamos a veces (metafóricamente hablando, claro) cuando, ante la imposibilidad física de ignorar la presencia de un elefante en la habitación, fingimos que no está allí antes que enfrentarnos a la situación real. Seguro que la lengua de Cervantes tiene otras expresiones de este tipo, pero la sola imagen de un enorme y atónito elefante en un pequeño saloncito mientras dos estiradas damas toman el té en delicadas tazas de porcelana sentadas ante una diminuta mesita arrinconada en el pequeño espacio libre –con su finísimo juego de té y su platito de canapés, por supuesto–, intentando con flema inglesa ignorar los manotazos de la trompa del animal resulta, además de gracioso, muy gráfico.
Imágenes divertidas aparte, con esta ópera tenemos un gran elefante en la habitación. Bueno, tal vez dos no tan grandes. El primero de ellos es el libreto de Temistocle Solera. Así que no le demos más vueltas y digámoslo sin tapujos: es malo. Amor, traición, celos, venganza, guerra, religión o libertad son todos argumentos idóneos para crear una historia fabulosa, pero en este caso se mezclan en un pastiche rebuscado, quedándose en un folletín cojo y mal estructurado en el que el hilo argumental se enreda o se pierde sin necesidad dejando al espectador con la sensación de haberse perdido parte de la historia en alguna involuntaria pero irremediable cabezada. Ya está, un elefante menos.
El otro elefante es la propia obra musical. Los “años de galeras” de Verdi nos han dado trabajos de muy diversa factura y calidad y Los Lombardos es una clara muestra de lo que podemos encontrar en ese período: una obra muy irregular que alterna pasajes absolutamente prescindibles con páginas realmente brillantes que dejan ver al Verdi de las obras maestras que vendrán. Efectivamente, aunque lejos de ser una ópera redonda, es una obra que marca desde el primer pasaje un estilo verdiano claro y diferenciable con fragmentos y melodías cuya inspiración reencontraremos en obras de indiscutible genialidad como Otello, Macbeth o incluso Traviata, pero no por ello debemos obviar que, aunque es una ópera que musicalmente apunta hacia el mejor Verdi y que está cargada de acertada intuición, probablemente por juventud, inexperiencia, prisa y un mejorable libreto se queda muy lejos de ser una de sus obras destacadas.
Y ahora que ya no hay elefantes en los alrededores, podemos hablar con tranquilidad y valorar como se merece –sin supeditarla a la calidad del material– una producción que, aunque se sostiene sobre una obra que no termina de cuajar, trata con el máximo mimo y respeto esta ópera, tan compleja técnicamente. Con una exquisita y cuidada dirección musical, un elenco muy equilibrado y acertadamente escogido, además de la adecuada y atemporal dirección escénica, el público bilbaíno ha podido disfrutar de la mejor versión posible de esta ópera tan raramente representada.
Escénicamente, la creación del tristemente fallecido Lamberto Puggelli para el Teatro Regio di Parma dirigida por su viuda Grazia Pulvirenti se adapta con comodidad a las –difíciles– características del Euskalduna, dejando el espacio diáfano para facilitar el movimiento en escena de tal modo que, a pesar del numeroso coro y figuración, los flujos no se ven entorpecidos y son ágiles. Al mismo tiempo, unas descriptivas proyecciones o un muro de las lamentaciones, símbolo religioso y sagrado pero lamentablemente también ejemplo de conflicto y causante de guerras, son suficientes para llenar el decorado resaltando lo mejor del libreto: un alegato a la paz y a la libertad.
En cuanto al reparto, hay que comenzar en esta ocasión por el coro, uno de los grandes puntales de esta ópera. Tras el éxito de Nabucco, y con una historia épica entre manos, el joven Verdi no desperdició la oportunidad de dar un protagonismo al coro poco habitual, convirtiéndolo en parte fundamental adjudicándole gran presencia escénica y difíciles pasajes. El Coro de Ópera de Bilbao ha sabido salir airoso de todas las dificultades haciendo honor a la calidad a la que nos tiene acostumbrados, destacando especialmente en los números internos, aunque algunos pasajes de complicado texto sonasen atropellados y el esperado coro O Signore, dal tetto natio no produjera la emoción esperada.
Absolutamente destacable también el trabajo de Ekaterina Metlova en el papel de Giselda, un rol endiabladamente exigente, largo y extenuante, de una complicación técnica abrumadora, que la soprano rusa supo gestionar de manera irreprochable. Lució una voz grande y versátil, de agudo cómodo –aunque no muy redondo– tanto con la voz llena como en el pianissimo, que fue creciendo en bravura e interpretación a lo largo de la obra pero que, probablemente por las propias dificultades del papel, pecó de dureza y frialdad.
Igualmente meritorio Roberto Tagliavini que, pese a estar aquejado de un resfriado propio de esta época, encarnó el papel de Pagano con la solidez y coherencia a la que nos tiene acostumbrados. Bien es cierto que esa pequeña indisposición vocal quitó brillo a la zona aguda, pero reforzó su color oscuro, lo que añadió intensidad a su interpretación.
Sergio Escobar como Arvino se mantuvo en ese mismo buen nivel, con su voz adelantada, clara, de agudo brillante y cargada de matices. En los papeles menores, bien la soprano americana Jessica Stavros en su doble rol de Viclinda y Sofía, aunque con poca presencia; muy bien también el bajo burgalés Rubén Amoretti, de timbre redondo y cálido; correctos David Sánchez y Josep Fadó en sus intervenciones, completando un elenco muy bien equilibrado.
Sufrió más el tenor José Bros que, pese a una seria afección vocal, hizo un ejercicio de pundonor y una demostración de profesionalidad y sacó adelante con bravura entre medias voces y toses disimuladas el duro rol de Oronte dejándonos, a pesar de todo, pasajes inolvidables como su final interno In cielo benedetto, que el público no agradeció suficientemente –a pesar de que poco puede reprochar un auditorio que se sacude entre toses y estornudos mejor o peor disimulados entre caramelos y pañuelos–.
En cuanto al foso, fabuloso el trabajo de la Orquesta de Euskadi, estupendamente equilibrada, en el que es necesario destacar el papel del concertino, para quien Verdi había compuesto una de las páginas más sentidas e innovadoras de esta ópera. Pero el verdadero éxito de la producción estuvo en la batuta de Riccardo Frizza, atento a todo lo que ocurría sobre y bajo el escenario, claro en sus indicaciones, ajustado en los tempi, con una lectura musical bien elaborada y una idea dramática coherente que supo transmitir con gesto discreto y elegante pero firme, haciendo una maravillosa demostración del trabajo de un buen Maestro Concertador.
I Lombardi alla prima crociata es, como decíamos, una ópera de resultado muy irregular pero sin duda necesaria para “construir” al Verdi que será y, si se representa con la calidad con la que lo ha hecho ABAO, bien merece la pena invitar a tomar el té a uno o varios elefantes.