Nora Franco Madariaga/
Bilbao, 21/05/2019. Euskalduna Jauregia. 67 Temporada de ABAO Bilbao Opera. Les pêcheurs de perles de Georges Bizet. Libreto de Eugène Cormon y Michel Carré. Estreno: Théâtre Lyrique de París, 1863.
Nadir – Javier Camarena; Léïla – María José Moreno; Zurga – Lucas Meachem; Nourabad – Felipe Bou; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección de coro – Boris Dujin; Dirección musical – Francesco Ivan Ciampa; Asistente de dirección musical – Pedro Bartolomé; Dirección de escena, escenografía, iluminación y vestuario – Pier Luigi Pizzi; Dirección de escena de la reposición – Massimo Gasparon; Coreografía – Gheorghe Iancu; Maestro repetidor – Miguel N’Dong; Producción – Teatro La Fenice de Venecia.
Sucede, en contadas ocasiones, una especie de momento mágico en el que, al asistir a una interpretación musical, uno sabe que será muy difícil, casi imposible, superar en calidad y emoción lo que se está viviendo, por más versiones e intérpretes que se escuchen después de esa misma obra. Si se me permite una analogía facilona, es como abrir una ostra y encontrar una perla. Y este último título de la temporada de ABAO ha pasado a sumarse a mi –exigua– lista de “perlas”.
Sin embargo, no debe de ser esto tan inusual, o acaso vaya asociado al título, puesto que no pocos aficionados a la ópera en Bilbao mantienen un recuerdo imborrable de la representación de esta misma ópera en el año 64 –1964, para que no se líen los lectores de las generaciones postmillennials–, con un Alfredo Kraus en estado de gracia junto a al fabuloso barítono recientemente fallecido Franco Pagliazzi y la soprano italiana Lydia Marimpietri.
Y es que la exótica partitura que compuso el jovencísimo Bizet está llena de colorido y evocadoras melodías, dibujando con leves pero magistrales pinceladas sonoras, como si se tratase de un cuadro impresionista –mucho de eso hay ya en el ambiente artístico francés de 1863–, un fabuloso paisaje tropical donde todo resulta misterioso y fascinante, sensual y cautivador, transportando y predisponiendo al espectador a un ambiente de ensueño donde cualquier cosa puede suceder… y sucede. La música que compuso Bizet para esta ópera juega como ninguna otra con las sugerentes escalas y los colores orquestales, insinuando, evocando y envolviendo las oníricas melodías con brumosos acompañamientos.
Y esta seductora atmósfera la ha sabido recoger perfectamente el director italiano Francesco Ivan Ciampa en su versión, de una altísima calidad musical, convirtiéndose –con permiso de los cantantes– en el principal protagonista de la ópera. El minucioso cuidado de Ciampa manejando con maestría equilibrios sonoros y tiempos hace brillar el exquisito trabajo orquestal del compositor, que encuentra en los instrumentistas de la BOS el catalizador perfecto para materializar su hechizo. La textura casi transparente de la orquestación de Bizet –como si de las aguas del Índico se tratase– fue perfectamente sostenida por la orquesta bilbaína con sonido rico, dulce y fluido, haciendo gala de elegancia y redondez y poniendo de manifiesto tanto su fabuloso desempeño en el foso como la enorme calidad individual de sus profesores.
Y si se hizo notar la meticulosa atención de Ciampa al trabajo orquestal, la mano del maestro italiano se extendió también sobre el escenario, dejando a las voces desarrollar su canto con comodidad, haciendo respirar la música con ellas, integrándolas en un todo vivo y orgánico. Esto, junto a un trío protagonista de auténtico lujo, ha permitido que hayamos disfrutado de una de las mejores óperas no sólo de la temporada, sino de los últimos años.
El esperado tenor Javier Camarena, uno de los más apreciados del momento, no ha defraudado en absoluto. Al contrario, con su voz franca libre de artificios, de pasmosa facilidad y cálido timbre, encarnó a la perfección el personaje de Nadir, haciendo fácil lo difícil. En un derroche de sencillez y delicadeza, arrebató al público con su famosísima aria Je crois entendre encore, que interpretó sin pasar de la complicada media voz –y cantó tumbado, como ya hiciera en Bilbao aquel año 64 el añorado Alfredo Kraus–, terminando con un filado exquisito de gran complejidad técnica.
Y si esperado era Camarena, inesperado fue el cambio de última hora del barítono Mariusz Kwiecien por el estadounidense Lucas Meachem que, como viene siendo habitual en las sustituciones de ABAO, no sólo fue un gran acierto sino que superó cualquier expectativa dando vida al personaje de Zurga con una voz muy timbrada, de color agradablemente claro, que brilló especialmente en el registro agudo y que convenció en su interpretación y expresividad, utilizando un canto muy bien direccionado y un fraseo largo para imprimir un cautivador ritmo narrativo a sus intervenciones, como en su maravillosa aria del tercer acto L’orage s’est calmé.
Ambos cantantes desgranaron un inmejorable dúo Au fond du temple saint, en el que sus voces empastaron de forma extraordinaria, fundiéndose y acompasándose hasta tal punto que por un instante todo quedó suspendido a su alrededor en un suspiro, dejando para el recuerdo de los asistentes una huella indeleble.
El triángulo amoroso sobre el que gira la obra se completó con la soprano María José Moreno en el papel de Léïla, que interpretó con candorosa dulzura, coloratura cristalina y bien dibujada y cuidada teatralidad. De fácil sobreagudo y primorosa línea de canto, se ganó al público, sin embargo, por su intensa expresividad. Cantó con gusto, limpieza y sentida ternura el bello dúo de amor junto a Nadir y encandiló su delicada aria Comme autre fois.
El bajo Felipe Bou en su rol de Nourabad completaba el reparto en un papel que, si bien no daba pie a lucimientos, le permitió mostrar su voz cálida, exhibiendo gran riqueza de color.
El coro, al que la escenografía colocó en una posición estática y alejada poco favorecedora, estuvo adecuado en sus difíciles intervenciones, escritas en una tesitura tirante que complicó la labor de las voces agudas pero que no fue impedimento para su correcta participación –ligeramente entorpecida, sin embargo, por la lengua de Molière–.
En cuanto al ambicioso trabajo del director, escenógrafo y diseñador milanés Pier Luigi Pizzi, cabe destacar lo escueto en cuanto a elementos (una especie de pista de skate en primer término, una pirámide periscópica al fondo y poco más) que, con un elenco menos afortunado, quizá hubiese tomado un levemente incómodo protagonismo pero que, de tan escasa, no hizo sino destacar la fabulosa labor de los solistas, que llenaban con sólo su voz y su presencia escénica todo el espacio desnudo del inmenso escenario del Euskalduna.
Sin embargo, una paleta de colores acertadamente escogida –un poco exagerada en algún caso, eso sí–, una iluminación muy bien realizada y un discreto pero efectivo ballet aportaron la dosis de exotismo necesaria para el buen funcionamiento de la producción. Un envoltorio que, como sucede con las ostras, no anticipaba el milagroso tesoro que escondía en su interior.